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The Great Ocean Road

Australia es un país inmenso. De acuerdo, no hace falta un doctorado para saberlo. Basta con mirar un simple mapa mundi y comparar su tamaño con el de España, por ejemplo. Pero no es hasta que aterrizas en las Antípodas cuando te das cuenta de que no solo es enorme, sino que también te engulle poco a poco sin darte cuenta. De ahí que, por ejemplo, estés dispuesto a pasarte siete horas en un coche para ver de cerca los imponentes 12 Apóstoles o, mejor dicho, los siete que todavían quedan en pie si no me desconté.

Siete horas. Es como levantarse un día y decidir que tienes antojo de ver El Pilar y marcarse un Barcelona-Zaragoza en el mismo día y, además, perderse un par de veces durante el camino. ¿Alguno de vosotros lo haría? Yo, desdes luego, no. Pero Australia no es España y aquí no queda otra que echarle horas a la carretera o al aire para moverse de un lado a otro. Eso sí, las palizas merecen la pena.

Voy a ser sincera. La primera impresión me dejó fría. Desde la lejanía de las primeras pasarelas no dejaban de ser uno peñascos en medio del mar. Tal vez las ansias con las que solemos acercarnos a los grandes momentos de un viaje o de la vida, es igual, nos ponen ante el riesgo de una decepción siempre amenazante. ‘No es para tanto’, pensé mientras seguía los pasos de Bruno, que también se había traído su cámara para captar algunas instantáneas.

Rodeados de turistas asiáticos –están por todas partes, cosa que molestaba visiblemente a mi particular guía–, nos decidimos a acercarnos desde los acantilados adyacentes. Y sí, la etiqueta de ‘maravilla’ empezó a ganar enteros. El viento, que hizo que la temperatura descendiera unos 8 grados entre un lado y otro del asfalto, ayudaba a dejarte sin respiración. Las olas, la erosión de las paredes y las grietas de cada no de esos gigantescos monolitos no dejan indiferente a nadie. Y el sonido del mar, enfurecido y procedente del Polo Sur, ensordecedor e hipnótico a la vez. Imposible dejar de mirar y disparar como una posesa ahora la cámara reflex, ahora el iphone para tratar de ser lo más justa posible con lo que tenía ante mis ojos.

La guinda del pastel, sin embargo, llegó cuando sin pedir permiso a Bruno me dispuse a descender los muchos escalones que separaban la playa del mirador. Él, a sus 67 años, me gritó que si eso ya me esperaba arriba, que no había prisa. Y me lancé a la playa, aunque a cierta distancia del mar y de la roca. Ni un extremo ni otro son 100% seguros por esos lares. El agua, que dejé que mojara mis pies, no estaba excesivamente fría pese al grito de los pocos atrevidos que por ahí andábamos. ¡Se nota que nunca han intentado bañarse en Tarifa o Zahara de los Atunes!

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Y entonces apareció él. Decidí bautizarle ‘Judas’. No es que la religión me diga demasiado, pero de entre todos esos personajes bíblicos con los que tratan de convertirnos en rebaños, él siempre ha sido el que mejor me ha caído. Debe ser por eso de ser el malo de la película. Está comprobado que a las chicas siempre nos gusta el malote porque sabemos que, en el fondo, es un trozo de pan. Judas apareció imponente ante nosotros –Bruno, a esas alturas, ya se había plantado a mi lado– y no mentiré si digo que por un momento esos instintos suicidas que todos tenemos en algún momento de nuestra vida me llamaron. Si alguien me hubiera dicho 3, 2, 1, ¡ya! creo que habría salido disparada a tocar esa roca. El problema es que después no habría vuelto para poder escribirlo aquí y sé que no me lo habríais perdonado nunca.

Agotados de caminar por la arena mojada y de subir y bajar escaleras –y yo me dispongo mañana a hacer tres días de excursión y camping por dos parques nacionales, ¡ja!–, nos dispusimos a regresar a Werribee, aunque por una carretera mucho más directa. Recorrer la Great Ocean Road dos veces no tenia demasiado sentido. No me habría importado. Aunque realmente no sea una carretera oceánica todo el rato, merece mucho la pena.

Bells Beach

Esta imagen corresponde a una parte de la famosa Bells Beach. La más popular para los surferos y donde se celebra uno de los campeonatos más importantes del mundo. Por desgracia, hacía tan buen tiempo que no había viento y, consecuentemente, olas. Pero si surfers con tabla en mano dispuestos a esperar a que el tiempo cambiara para coger unas cuantas de ellas. Bells Beach está en Torquay, una de las poblaciones que dan entrada a la Great Ocean Road que, si se sigue hasta el final, en 11 horas aproximadamente te lleva a Adelaida. Durante inacabables kilómetros uno pasa de circular a escasos metros del mar a ver las olas golpear contra la roca desde hostiles acantilados hasta atravesar inmenso prados que recuerdas a los de ‘Hobbiton’ con sus ovejas y vacas.

Lo mejor, sin embargo, de ese largo camino fueron los serpenteantes kilómetros entre los eucaliptos australianos. Inmensos, gigantes, la carretera se abría paso entre centenarios árboles que, pese a su altura, desprendían un aroma perceptible con tan solo bajar a ventanilla del coche. No pude estarme de sacar el brazo y emular al anuncio aquel de ¿Te gusta conducir? No lo hago, pero recorrer esos parajes fue extremadamente relajante. Tanto que, a la vuelta, ni me enteré. Me quedé frita con la tarrina del helado de lima y coco que habíamos comprado en Port Campbell antes de dar media vuelta hacia Melbourne. Unas horas antes habíamos parado a comer algo en Apollo Bay, otro de los puntos calientes de la Great Ocean Road y que bien podría ir acompañada del ‘ciudad de vacaciones’ de Marina D’Or. Nunca he estado allí, lo más cercano ha sido Benidorm, pero Apollo Bay parecía la perfecta ciudad de veraneo de los australianos con pasta, mucha.

Por simple curiosidad me acerqué al escaparate de una inmobiliaria mientras esperaba a que mis noodles vietnamitas se hicieran y, sí, muy bonitas las casas de un millón y medio de dólares y no siempre en primera línea de playa. Espectaculares, la mayoría con enormes vidrieras al mar, no serán mi futuro hogar. Ninguna de ellas. Por mucho que digan que el sueldo medio de alguien como yo pueda rozar en Australia los 60.000 dólares en los primeros años, creo que no llego.

(Este post se publicó originalmente el 11 de octubre de 2013 en www.lauretaenruta.wordpress.com)

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