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Las mil caras de Indonesia

Indonesia es el paraíso de los mochileros. Inmensa, inabarcable al no ser que le dediques unos meses sabáticos al cuarto país más poblado del planeta, Indonesia resulta perfecta incluso para una aventura en solitario. Nunca (o casi nunca) falta una sonrisa de oreja a oreja en tus interlocutores, dispuestos siempre a ayudarte en cuanto necesites. A veces gratis, otras cobrándote pero sin tener la sensación de estar siendo timada sistemáticamente como en otros lugares. Tal vez tuve suerte y muchos otros tengan una opinión diferente a la mía pero ya se sabe que para gustos, los colores.

Indonesia, y especialmente Bali, o te gusta mucho o te decepciona. Personalmente me encuentro en el primer grupo aunque realmente no me hace falta demasiado para sentirme a gusto y feliz por esos lares. Muchos dirán que Bali está excesivamente explotada y encaminada hacia el turismo, es cierto. Kuta y Seminyak son un claro ejemplo con discotecas que no son más que la versión mala de Lloret de Mar y siempre repletas de australianos borrachos que se contorsionan al ritmo de una música insufrible, pero hay mucho más. Solo hace falta rascar un poquito para descubrir rincones exquisitos como el volcán Batur o los grandes arrozales que esconde la ciudad de Ubud.

La clave está, como en cualquier viaje que se precie, en no limitarse a tachar de la lista las cuatro o cinco cosas que toda web, agencia o guía te recomiendan. Para conocer realmente un país es necesario hablar con su gente, adecuarse a sus costumbres y dejarse llevar improvisando sobre la marcha. Y, en el caso de Indonesia, también paciencia. No porque se tomen las cosas con mucha calma, que lo hacen, sino porque el archipiélago cuenta con más de 17.000 islas y se necesitarían muchos años para recorrerlas todas.

La isla de Bali, de entre las grandes, resulta ser de las más pequeñas. Es imprescindible moto o coche para moverse o, en su defecto, autobuses, aunque en poco más de tres horas se atraviesas de norte a sur. A poco más de una hora en ‘speed boat’ se encuentra una de las islas que, de ser vosotros, desde ya marcaría en rojo por si un día acabáis visitando este rincón del planeta. Se trata de la isla de Lombok. Los eslóganes se apresuran a definirla como la Bali de hace 20 años. Y si comprobé que el ‘Indonesia es el paraíso de los mochileros’ era cierto; esto también. No sé como era Bali hace dos décadas, por entonces lo único que sabía es que quería ser periodista para entrevistar un día a Michael Laudrup, pero sí que sé que se respira en ella un aire de autenticidad que su vecina está perdiendo.

Playas desérticas en Lombok

Playas desérticas en Lombok

Musulmana, a diferencia de Bali (es la única isla en la que el Islam no es la religión oficial), la isla cuenta con un par de focos turísticos, pero en temporada baja apenas se ven extranjeros por sus calles y es fácil hospedarse en hoteles o homestays prácticamente desérticos. Unos cuantos locos por el surf que optan por sus playas menos saturadas y otros tantos amantes de la naturaleza que optan por instalarse en el norte y visitar cascadas e incluso subir a la cima del volcán Rinjani, aunque para ello los más valientes necesitan dedicar tres días y dos noches, son sus principales clientes. Lo mejor, sin embargo, no fue nada de eso. Fue claramente el encontrarse por el camino con pequeñas aldeas en las que el inglés no había llegado todavía y en las que una melena rubia resultaba motivo de asombro. E incluso ellos, que viven de espaldas a la invasión turística te recibían o saludaban con sinceridad y una amabilidad difícil de encontrar en Barcelona, ciudad en la que pedir la hora a veces resulta ser un deporte de alto riesgo.

Veinte días no dan para mucho, aunque sí para visitar un par de islas más si sabes administrar bien el tiempo. En mi caso fueron Gili Air y Nusa Lembongan, cerquita de Bali. La primera, musulmana como Lombok; la segunda, hinduista a su manera como Bali, aunque algo más auténtica. Todas con su encanto y sus particularidades, pero siempre con la esencia de ser un país acogedor y amable. Ni que decir que me hubiera quedado muchos más días. Imposible no sentirse cómoda rodeada de naturaleza que, aunque a veces mal cuidada como aquí, resulta exhuberante; buena gente y miles de kilómetros entre dos mundos que poco tienen que ver por más que Internet estuviera presente en cada rincón. Demasiadas cosas para ver como para correr el riesgo de dispersarse y olvidar que lo importante era el aquí y ahora. El riesgo, de no ser así, de perderse los detalles que acaban determinando si un viaje entrará en la lista de grandes aventuras era demasiado alto.

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En mi caso lo será. Y no solo por ser el primero en solitario, también por la gente conocida y lo bien que me sentí en todo momento en un país al que tengo claro que regresaré. Si te gusta resulta imposible no subirse al avión en Denpasar con una cierta frustración. La sensación de haberte dejado mucho por ver se hace cada más patente conforme te acercas al último día del viaje. Mi recomendación, por eso, es ir con paciencia, unos cuantos euros en el bolsillo (entre 600 y 800 euros son suficientes para 20 días con caprichos incluidos) y sin prejuicios ni grandes expectativas. Simplemente ir, ver y disfrutar. La oferta es infinita y aburrirse resulta imposible e inadmisible.

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