Echo de menos Sydney y su calurosa primavera tras aterrizar en Tasmania. Muy bonita parece la isla, pero hace un frío que ni en Barcelona a estas alturas… así que la añoranza es todavía mayor. Echo de menos el sol abrasador de Bondi pese a que fue allí cuando mi piel dijo basta y empezó a manifestar su descontento por tanto sol desprendiéndose poco a poco de mi cuerpo.
Y sus gigantescas olas, imposibles para una principiante como yo. Podría pasarme horas allí simplemente disfrutando de la plasticidad y explosividad de un deporte que me he propuesto volver a probar en Barcelona o alrededores cuando logre ponerme en forma. Si es que algún día lo consigo. Pero volviendo al surf. Dicen que Bondi es una de las grandes mecas australianas. No sé si es verdad o no, pero la cantidad de surfers allí presentes superaba la media pese a que la mayoría llegaban tras un viaje de 20 minutos en bus. Curiosa e incómoda estampa.
Una vez allí, las opciones se multiplican. Tienes la playa, pero también unas espectaculares piscinas en medio de los acantilados o un camino que bordea unos 7 kilómetros de playas, rocas y vistas espectaculares. Cuando fui, además, el sendero estaba poblado de curiosas y originales esculturas. Era el ‘Sculpture by the sea’, una exposición artística que se celebra anualmente y en la que es la gente la que escoge cual es la mejor escultura. Mi voto fue a parar a un enorme jardín de papeles amarillos y rojos plantado en forma de remolino y en medio de la arena al final del camino. Aunque también me gustó la niña que señala el camino a seguir o una enorme bola de cristal que te devolvía la imagen del mar y los acantilados del revés. Sin duda, uno de los mejores días de playa de este viaje.
Todo lo contrario puedo decir de Manly. Hice una amiga belga por un par de horas y poco más. Resulta increíble como cualquier pequeño detalle puede hacerte entablar conversaciones con desconocidos cuando viajas sola. Fue lo más destacable del día ya que pese a que su calle principal estaba, como en Bondi, poblada de puestos de fish and chips y tiendas de bikinis, el ambiente era mucho más turístico. El viaje en ferry tengo que reconocer que merece la pena, pero resulta demasiado caro para lo que luego te encuentras allí. Una delgada franja de arena, canchas de voley y unas corrientes terribles que hacen prácticamente el baño tal y como anunciaba uno de los responsables de seguridad con un altavoz en mano.
Esta vez no hubo una segunda impresión que mejorase la primera. Así que prefiero quedarme con Bondi e imaginar que, de vivir allí, esa sería mi playa. Cerca de Paddington, además, me vendría perfecto para un baño diario. Y cuando necesitara montaña, las Blue Mountains se encuentran a una hora de tren si uno se apea en la primera parada y a dos si prefiere ir a Katoomba. Desde allí salen múltiples senderos hacia cascadas y miradores como el de Las tres hermanas. El calor veraniego y el fuego que desde hace semanas ronda la zona hizo que la temperatura fuera insorportable para alguien tan tristemente en baja forma como yo, así que me limité a disfrutar de las vistas cuando me dijeron que el camino que estaba abierto ese día era de 3 horas. Vale, puede que no fuera demasiado, pero me vi incapaz de cargar con mi pesada mochila –cámara, agua, ipad, revista, tupper…– durante todo ese rato. Casi muero durante la media hora que separaba a a estación de tren del mirador.
Me entró la nostalgia en las Las Tres Hermanas. Con ese nombre, imposible no acordarme de mi familia. De mi madre y mis dos tías y también de mi abuela. Pensé, ¿qué estarán haciendo estas mujeres? Y luego, ¡cómo me gusta mi familia pese a sus cosas! Y me fui, tan felizmente, a comerme mis lentejas ecológicas con coco en un banquito a la sombra. Y a comprar un par de regalos que siguen llenando mis mochilas y que estoy desenado dar porque empiezo a estar cansada de cargar con ellos. Algunos me acompañan desde la primera semana… ¡las ansias!
(Este post se publicó originalmente el 12 de noviembre de 2013 en www.lauretaenruta.wordpress.com)
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