La receta es fácil. Nada de fórmulas complicadas, simplemente rodéate de gente que viva en la ciudad que quieras descubrir de verdad. Solo ellos te pueden enseñar esos rincones secretos que están, por norma general, vetados a los turistas. No porque no puedan entrar siguiendo una ancestral y estúpida costumbre, no. Simplemente porque uno no suele tener el tiempo suficiente para bucear en las profundidades del lugar.
Hay muy buenas guías que te permiten adquirir cierto grado de conocimiento, pero incluso ellas se quedan en una capa superficial. Sin Dereck y Ash nunca habría descubierto la auténtica noche de Sydney por más que lleve unas cuantas semanas cargando con el tocho de Lonely Planet. Es la mejor guía, sí, pero es incómoda como ella sola. Y de no ser por esa manía por acumular cosas, os aseguro que ya la habría abandonado en algún lugar de Australia. La pesaré al regresar a Barcelona, solo por curiosidad…
La noche. Esas horas sin luz que confundían a Dinio – y otras sustancias, sino no se entiende lo suyo con Marujita– y que se convirtieron en una de las grandes y gratas sorpresas de este viaje. La noche de Sydney es muy COOL. Moderna, como me gusta. Y muy larga, también. Los descubrimientos empezaron bien pronto, a las 17.30 y casi sin tiempo para reposar el fish&chips que me había comido justo antes de coger el ferry de Manly. El tiempo justo de sacudirse la arena con una rápida ducha, desenpolvar ese top que metiste en la mochila por si llegaba una oportunidad como esa y listos. The Rocks nos esperaba.
La primera parada en un barrio en el que hace un par de décadas malvivían pescadores y gente de moral algo ligera fue The Glenmore, un hotel con una azotea desde la que la Opera reluce bajo la tenue luz del atardecer. Por desgracia, las vistas fueron algo express ya que no cabía nadie más en el lugar. Gente guapa de Sydney, mayoritariamente treintañeros y treintañeras, que disfrutaban del afterwork de los viernes. Por cierto, una costumbre que habría que adoptar en España aunque no pueda beneficiarme de ella por mis horarios. Los viernes, casi todas las empresas hacen un pica-pica y bebida temática estilo, por ejemplo, mexicano antes de dar por acabada la semana laboral. Así sí que se refuerzan los vínculos y la motivación…no a base de tijeretazos y amenazas de despido.
Volviendo a aquella noche. De allí nos dirigimos al hotel Sangrila, también en The Rocks. Según contó Ash, es uno de los lugares más habituales en los que las parejas se prometen. Fue divertido tratar de adivinar si había alguna en esa tesitura. No vimos ningún diamante, pero sí unas vistas espectaculares desde la planta 36 y una carta –y sus precios– mareantes. No nos quedó otra que optar por el champán… era más barato que pedir 4 cervezas. Pagaban los anfitriones. De hecho, pagaron toda la noche pese a mis intentos por invitar a alguna ronda. Juro que lo intenté, pero no hubo manera.
Con algo de alegría en el cuerpo, para que negarlo, nos dirigimos a un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Tampoco podría porque no hice nada por retenerlo tras un pequeño incidente a la entrada. Aviso, los seguratas en Sydney son imbéciles y sobradetes, vamos, como muchos de por aquí. No va el tío y me dice que no puedo entrar porque es evidente que no sé beber… ¿perdón? Solo quedábamos por entrar Michelle y yo y no había manera. No iba mal. Simplemente me escuchó hablar ‘mal’, es decir, con un acento no inglés y se puso chulito. No es la primera vez que pasa. Ni que decir que acabé entrando, debió ser la vena pratense.
– ¿Cómo que no sé beber? Estás de broma, ¿no?
– No, haga el favor. No puede entrar
– ¿Y cómo sabe que no sé beber si no me has dado tiempo ni a acercarme?
– Has bebido mucho
– Pues me temo que entonces deberías empezar a vaciar el bar porque si una cerveza (en Australia no cuentan las mentiras como esta, el kharma funciona diferente) es mucho tienes unos cuantos borrachos ahí dentro.
– ¿Solo una?
– Sí. Además, (aquí me cabreé) no me jodas, que tengo 30 años y sé beber. Si no quieres dejarme entrar está bien, pero no me vengas con eso. ¿O tampoco me crees en esto (enseñándole el pasapporte)?
Y entré, pero necesité un buen rato para que se me pasara el cabreo. A la salida me faltó poco para dedicarle una peineta española, XD!
Suerte que nuestra siguiente parada fue en Mojo Records Shop o, lo que yo he bautizado como el Vinilo australiano. Sí. Los que me conocen saben de de mi predilección por ese bar de Gràcia, así que adoré desde el primer momento ese lugar que se encontraba detrás de una tienda de discos de las que ya casi no quedan. De atmósfera densa y rojiza, los vinilos dominaban las paredes y los sombreros y barbas decoraban a los allí presentes bajo una gran banda sonora.
Y lo mejor de todo, ni rastro de otros turistas. Mucho menos en The Barber Shop, el segundo de los lugares ‘secretos’ a los que nos llevó Dereck y que, como su nombre indica, estaba escondido detrás de una barbería. Vintage y más íntimo que el anterior, la música era ‘awesome’ con The Temper Tramp, entre otros, sonando de fondo.
Y al fondo, precisamente, de esa barbería camuflada… The Baxstars Inn. El bar de todos los bares, el club de los clubs. Lo más. Para empezar, entramos como lo haría la gente importante: un minuto antes de que no dejaran entrar a nadie más. Las últimas admisiones son a las 12.30 y nosotros logramos nuestras cuatro ‘plazas’ a las 12.29. No es que repartan tickets como en la carnicería, pero el lugar es muy pequeño y hay que esperar a que la gente salga. El ‘dejen salir antes de entrar’ de toda la vida. Unas escaleras hacia un sótano y en cuestión de segundos… ¡bienvenidos a los años 20!
Resulta difícil explicar la atmósfera de ese lugar entre paredes de piedra y clásicos de principios del siglo XX. Los años veinte, ¿os habéis parado a pensar que en nada tendremos que añadir «del siglo pasado»? Hace un par de días toda Australia celebró el ‘Remembrance Day’ quee conmemoraba el 95 aniversario del final de la I Guerra Mundial. Ahí es nada. El tiempo se evapora, vuela, desaparece. Pero no en el Baxstars. Allí el único vapor que podía notarse era el de sus más de cien tipos de whisky. El paraíso para los amantes de una bebida por la que se podía llegar a pagar 150 dólares por un ‘shot’ de 40 años. Los gintonics también los hacían buenos loss camareros que ilustran a la perfección lo que era ese lugar. Y lo mejor, no es que no hubiera turístas, es que otro de los habitantes de Sydney que nos acompañaba no sabía de su existencia. De hecho, soy incapaz de encontrarlo en Google. Como dirían las Nancys Rubias, «me encanta».
La noche siguió un rato más cuando sonó la campana hacia las dos, pero ya sin el glamour y la gracia de los lugares anteriores. Así que la retirada era la opción más prudente si tenemos en cuenta que la ‘noche’ allí comienza a las 5.30 de la tarde… Me faltó, sin embargo, el zapato de cristal de cenicienta para evitar la calabaza de mi hostel. Esa noche, por lo menos, fui la última en llegar a la habitación. Y sí, esta vez sí que acumulé mal kharma al vengarme del francés que no me devolvía los saludos; de la alemana que dejaba las bragas en el suelo y del otro chico que comía en la habitación. Digamos que todos ellos se enteraron de que ya estaba en casa.
(Este post se publicó originalmente el 14 de noviembre de 2013 en www.lauretaenruta.wordpress.com)
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