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Enigmática Berlín

Enigmática e inabarcable. Berlín es de esas ciudades que se resisten a ser etiquetadas al primer golpe de vista, de esas ciudades poliédricas que requieren ser vividas para saber si debes situarla o no en la lista de favoritas. No es monumental como Roma o París, tampoco tan multicultural ni hiperactiva como Londres, pero tiene algo que te reta a echarle un segundo pulso aun a riesgo de sucumbir a su vitalidad, sus puestos callejeros y su espíritu navideño.

Volveré. Nunca una ciudad me había generado tantas dudas. París es monumental, pero desde el primer momento supe que el nuestro no iba a ser un amor pasional; Roma me robó el corazón al segundo paso que di por sus callejuelas repletas de historia; los mercadillos y su mezcla de gentes me hizo coquetear con Londres y la magia de Edimburgo me hechizó. De Berlín, en cambio, no sé que decir. Pero eso no quiere decir nada malo. Simplemente que es una ciudad a la que no se la ve venir, necesita su tiempo. Genera intriga.

Culta, artística, urbanita… son algunas palabras que quizás asociaría a una ciudad que no esconde el peso de la historia. El Muro de Berlín y el Check Point Charlie son visitas obligatorias en la primera toma de contacto con la capital alemana. El antiguo puesto fronterizo del sector estadounidense resulta curioso al encontrarse en la Friedrischstrasse, una de las calles principales de la ciudad, pero también algo ridículo convertido ya en una atracción turística más propia de un parque temático que de una gran ciudad. Aun así debe visitarse, sobre todo los alrededores donde entre arena de playa y hamacas encuentras información de interés sobre la división territorial a la que estuvo sometida la ciudad durante décadas. El culpable, ese Muro cuya caída se convirtió en 1989 en emblema de la libertad y el progreso, se encuentra en un extremo de Berlín y al que se llega a través de ese híbrido entre metro y tren que recorre la ciudad y que está marcado con una S.

Junto al río (abrigarse especialmente si se va en otoño o invierno) y durante algo más de un kilómetro, los grafitis se suceden en la que era la cara este del muro. Sinceramente, me dejó fría. Llegamos cuando los turistas apenas éramos una decena, pero aun así me resultó imposible retroceder en el tiempo e imaginarme cómo debía ser vivir con esa doble separación entre unos y otros. Apoyo su conservación para que no caiga en el olvido, pero no me transmitió lo que esperaba: el peso de una historia para olvidar. Supongo que el estar lejos de la actividad, con un majestuoso campo de fútbol delante y sus trozos vendidos como souvenir hicieron el resto. Pero, como el Check Point, uno no puede marcharse de Berlín sin visitarlo.

Monument al Holocausto

Sí que me impactó, y mucho, el Monumento al Holocausto. Sobrio, sencillo, laberíntico. Sus bloques de hormigón resultan sobrecogedores, limitan tu libertad de movimiento y, aunque muy lejano, provocan el agobio y el desconcierto que las víctimas de tal barbarie debían sentir. Me recomendaron acudir al Museo que se encuentra justo debajo, pero me quedé sin tiempo. La visita cultural, en mayúscula, tenía un claro objetivo: el Pérgamo. Inmenso, desbancó al British del number one. El altar de Pérgamo, la puerta de Mileto, la de Babilonia… te dejan sin aliento si, como yo, siempre has tenido claro que de poder viajar al pasado y observar escogerías cualquier momento entre las primeras grandes civilizaciones mesopotámicas y la antigua Grecia.

Me faltó visitar a Nefertiti, pero así tengo una gran excusa para volver. La isla de los Museos no merece otro calificativo que no sea el de impresionante. La concentración de cultura, arte y conocimiento es tan elevada que se requieren muchas horas de dedicación. La puerta de Brandeburgo y la visita a la cúpula del Reichstag también están vistas. La segunda de ella resulta, sorprendentemente, una visita más interesante de lo que podría parecer a simple vista. Gratuita, con autoguía para todos, te permiten apreciar la inteligencia de un país que ha sido capaz de refundarse y reinventarse. Las vistas sobre el Tiergaten son simplemente espectaculares en otoño. Los ocres y verdes se funden con el rojo creando una postal perfecta sobre la que resulta imposible desviar la mirada.

Berlín juega mucho con esos contrastes. Historia y modernidad se funden en una arquitectura cambiante en la que pasado y futuro se mezclan de una manera que podría parecer aleatoria a simple vista. Pero en Berlín, me da la sensación, que nada es por casualidad. El Sony Center es un ejemplo. Poco sorprendente de día, de noche muda de piel y la iluminación cambiante en el interior de su cúpula lo convierten en un buen sitio para degustar los típicos (y poco variados, todo sea dicho) platos alemanes y una cerveza de fabricación propia en una de sus cervecerías. A escasos metros, el vino caliente (con un sabor similar al calimocho de toda la vida, pero con un toque de canela), los currywurst y los crepes congregan a alemanes que retan al frío húmedo de la ciudad.

Y es que si una cosa me llamó especialmente la atención de Berlín fue la gran vida que se respira en sus calles. A diferencia de lo que podría parecer al tratarse de una ciudad en la que la noche cae antes de las cinco de la tarde, Berlín se llena de gente a partir de media tarde. Abundan los puestos de comida callejeros y económicos y, en tiempos de Navidad, los mercadillos se multiplican. Un detalle que me gustó y que me confirmó que Berlín esconde mucho más de lo que deja entrever a simple vista. Sobre todo un carácter bohemio y nocturno que me faltó por descubrir. Deberes que se unen a Nefertiti y que obligan a buscar en el calendario un hueco para regresar a la ciudad desde la que ahora mismo se decide el destino del viejo continente.

(Post publicado originalmente el 5 de diciembre de 2011 en www.lauretaenruta.wordpress.com)

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