Poco hubiera imaginado hace unos meses que Alemania se convertiría en protagonista de este 2011 que apura ya sus últimos días. Hasta tres veces, una de ellas por trabajo, he pisado el país de Angela Merkel este año y con resultados, además, más que sorprendentes. El motor económico europeo nunca me había llamado especialmente la atención. Quería conocer Berlín por lo bien que todo el mundo me había hablado de la capital germana, pero poco más. Ahora, tras dos escapadas en apenas un mes, puedo decir que Alemania me gusta. Una sorpresa grata, muy grata, que añadir al historial viajero.
Esta vez no ha sido la polifacética Berlín, sino la contradictoria Múnich con su combinación perfecta de barroco y modernidad la ciudad escogida para recargar pilas, fortalecer el sistema inmunológico y sumergirse en una urbe llena de cultura, vida e historia. Relativamente próxima a los Alpes, Múnich nos recibió con un frío gélido y mucha nieve. Los termómetros apenas marcaban temperaturas positivas, pero lo que habría sido un gran inconveniente en otras circunstancias aquí se convirtió en un elemento indispensable para hacer de Múnich una ciudad con todavía más encanto.
Y es que, ¿qué es una auténtica Navidad sin nieve? Dejar tus huellas en el suelo nevado mientras curioseas por los infinitos puestos navideños o pasear sin rumbo fijo y ver reflejados los destellos del sol bávaro en la nieve no tiene precio. Imposible no relajarse, dejar las preocupaciones en casa y tener como única obligación disfrutar del momento y del lugar. Si, además, te encuentras con lugares como Marienplatz poco más importa. Imponente, la plaza de María es el centro neurálgico de la ciudad y punto de referencia. No en vano, y como escuché de ‘estrangis’ de un tour guiado, todas las indicaciones kilométricas que hacen referencia a la ciudad toman como punto de partida una plaza en la que anualmente se instala un veto de dimensiones gigantescas y con centenares de luces doradas en sus ramas para celebrar la Navidad.
La estampa, sin embargo, no deja de ser curiosa ya que justo detrás del gran árbol se encuentra el antiguo Ayuntamiento, cuya fachada envejecida y de estilo neogótico nos traslada a la Edad Media. Imposible no alzar la vista y maravillarse. El carrillón central, además, danza cada día a las once y doce de la mañana para explicar episodios del pasado ante la atenta mirada de los centenares de turistas en permanente paso por una plaza que reparte juego. De sus calles adyacentes nacen arterias principales que te dirigen hacia sus emblemáticas catedrales, sus museos y su secreto mejor guardado: sus cervecerías.
Pecado no visitarlas, aunque hay que ir pronto si se tiene intención de cenar en ellas. De lo contrario puedes correr el riesgo de o bien de no encontrar mesa libre o, peor todavía, de encontrarla pero quedarte sin probar algunos de sus platos más típicos. No existe una gran variedad gastronómica (el principal pero que le pondría a Alemania), pero marcharse de allí sin probar sus sabrosos codillos resulta imperdonable. Tras un intento frustrado la noche del sábado, el domingo conseguimos mesa en la que es probablemente la cervecería más conocida de la ciudad: la Hofbrauhaus. Un espectáculo.
Bancos y mesas de madera donde compartir con desconocidos su deliciosa cerveza casera, camareros y camareras ataviados con los trajes típicos de la región y una orquesta le dan el toque especial a un recinto que, al más puro estilo ocktoberfest, esconde su pasado nazi con banderas de formas curiosas pintadas sobre las esvásticas que no hace tanto relucían en sus techos. En la planta de arriba Hitler planificó la que acabaría siendo una de las grandes vergüenzas de la humanidad. Ya sea por este detalle o por la cercanía del campo de concentración de Dachau (del que habrá entrada), lo cierto es que el peso de la historia está presente si se raspa un poquito la capa más superficial.
Pero no toda es mala. La historia de Múnich no solo es nazismo, Hitler y crueldad. La capital de Baviera también tiene recuerdos mágicos si, como es mi caso, te apasiona el deporte. Las cúpulas plateadas, aunque teñidas de blanco por las nevadas, del parque olímpico te transportan al mágico verano de 1972. Casi cuarenta años después, las instalaciones siguen siendo megalíticas, diferentes. Allí Mark Spitz hizo historia al colgarse siete oros y Lassen Virén dobló en dos disciplinas tan exigentes como son los 5.000 y 10.000 metros, algo que también conseguiría cuatro años después en Montreal. Múnich también ofrece interesantes museos, especialmente sus pinacotecas. Por cuestión de calendario solo puede visitar la Nueva Pinacoteca, única que abre los lunes. Van Gogh, Klimt, Monet, Manet, Renoir… todo ellos tienen su rincón. A mí, sin embargo, me impresionó especialmente August Riedel y su Judith.
Un estilo que habitualmente no suele atraerme, pero que en esta ocasión lo hizo gracias al poderío, seguridad y fuerza que transmite la mujer retratada y que se aleja de la habitual imagen delicada y frágil con la que se acostumbraba a identificar a las mujeres. Difícil explicarlo, pero me atrapó sin más. Cómo en el caso de Berlín, se necesitarían varios días para visitar los grandes museos de la ciudad. El Museo Alemán, dedicado a la técnica y a las ciencias naturales, es probablemente el más destacado puesto que se trata del más grande del mundo y uno de los más visitados del continente. Estaba cerrado. Así pues, si alguien tiene pensado dejarse caer por Múnich le recomiendo que se guarde, mínimo, cuatro días ya que no solo son muchos los tesoros que guarda la capital bávara, también la zona. Imprescindible el ya mencionado campo de concentración de Dachau, pero también el castillo de Neuschwanstein. Las dos horas de trayecto merecen la pena.
(Texto publicado originalmente el 21 de diciembre de 2011 en www.lauretaenruta.wordpress.com)
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