Kuala Lumpur tenía un lugar prioritario en este viaje mucho antes de poner un pie en ella por primera vez. Ahora, que he vuelto a ella, se confirma un romance que empezó hace casi dos años mientras soñaba despierta con un año sabático compartido.
Hablando sobre la posibilidad de escapar de todo y de todos me fui enamorando de un país y de una ciudad que debía ser nuestra primera parada. Las expectativas estaban, por tanto, muy altas y el riesgo de decepcionarse, elevado. Pero incluso ahora, que la nube tóxica procedente de Indonesia es más densa que hace unas semanas, Kuala Lumpur me gusta.
Mucho. Más que las otras ‘grandes’ ciudades del sudeste asiático que he visitado. No es mi lugar en el mundo, pero podría vivir una temporada en su relativo caos. Supongo que, en parte, porque es mucho más occidentalizada que sus semejantes en Tailandia, Indonesia, Vietnam o Myanmar. Aunque, curiosamente, tiene menos atracciones turísticas.
KL, como todo el mundo la conoce aquí, es una ciudad más para vivirla que para visitarla. Y más ahora que su principal atracción queda deslucida por la bruma. Nunca pensé que un edificio como las Torres Petronas pudiera cautivarme tanto. Nunca he sido una gran amante de los rascacielos, pero las Petronas no son un simple rascacielos.
Su presencia lo domina todo, especialmente de noche. Iluminadas resultan todo un espectáculo y una demostración de belleza arquitectónica. Inspiradas en la arquitectura árabe, es la representación máxima del poderío humano. Ya no son las torres más altas del mundo, pero sus más de 400 metros siguen siendo de vértigo. Sobretodo cuando una sube hasta la planta 86 y ve como el resto de rascacielos parecen diminutos a su lado.
La visita a las torres es un imprescindible de Kuala Lumpur, aunque hay que ir preparada para rascarse el bolsillo ya que la visita, de unos 45 minutos, cuesta casi 20 euros para los extranjeros. Merece la pena siempre y cuando el cielo esté despejado. Es decir, ¡no subáis ahora! Lo interesante no es solo poder mirar hacia abajo, sino también al horizonte.
La visita arranca con una demostración de modernez. Un holograma recibe a los visitantes, que reciben un pequeño briefing de seguridad antes de subir hasta la pasarela de cristal que une a las gemelas. A esa altura -alrededor de la planta 44-, el resto de edificios parecen a la par que las Petronas. La pasarela está pensada para ser ‘flexible’ y poder adaptarse al movimiento en caso de terremoto. Aunque eso a mí, qué queréis que os diga, no me da ninguna seguridad. No me gustaría estar allí arriba si la tierra se mueve. Aunque mucho menos en la última planta.
Desde allí se puede disfrutar de una visión del 360º sobre la ciudad. Tienes unos 15 minutos para recrearte con las vistas y tratar de identificar a esos humanos en miniatura que se mueven sin descanso alrededor de las torres. Una vez agotado el tiempo toca descender a máxima velocidad por un ascensor prácticamente supersónico. Casi 90 pisos en unos 5 minutos en los que tu cuerpo experimenta el cambio de altitud. Se taponan los oídos y el estómago se agita.
Existe también la opción de visitar las torres de noche, aunque el precio es mucho más elevado. Mi recomendación, acercarse a ellas para verlas iluminadas. Eso es suficiente. Y tomarse una copa en alguno de los bares de los alrededores. Un buen brindis bajo las Petronas es un momento ‘made in turistas’ que hay que hacer aunque la copa salga algo más cara en un país en el que, de por sí, el alcohol sale casi a precio de Barcelona.
Por último, anti palo selfie como soy, tengo que reconocer que bajo las Petronas es un añadido bastante útil ya que resulta casi imposible captar la magnitud de las torres con un simple selfie. Aquí un ejemplo que lo demuestra:
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