Hace apenas tres días que regresé de Menorca y ya la echo de menos. Ando algo nostálgica. El cielo gris y la lluvia de Barcelona tampoco ayudan demasiado. Batalla perdida si lo comparamos con la luz tan especial de una isla que tiene el talento, si es que se puede hablar de talento cuando hablamos de un lugar, de camuflar a las miles de personas que la escogen como destino de vacaciones.
Diez días. Hacía tiempo que no salía de Barcelona tantos días seguidos. Dos veranos para ser exactos. Nicaragua. Destinos, ambos, bien distintos y distantes. Tenía ganas. Muchas. Sé que Menorca está a la vuelta de la esquina y poco o nada tiene que ver con mis anteriores viajes, pero la vida y las decisiones han hecho que hasta de aquí a unos meses, espero, no pueda volver a embarcarme en una de mis antiguas aventuras. Tengo ganas. Tantas como las que tenía de perderme y relajarme en una isla tan especial como Menorca. Los kilómetros de distancia que te separan de casa no siempre hacen del destino algo más especial. Mantra que me repito desde hace tiempo y que acabé por creerme en Es Mercadal, la base de operaciones de estas vacaciones.
En este pequeño pueblo del centro de la isla instalamos nuestra base de operaciones. Un lujo contar con casa propia para adentrarse en el ritmo vital de Menorca y sus habitantes. Desde allí, coche para arriba y para abajo y todo a menos de 30 minutos de coche. Un lujo. Como el de quedarse un día en la piscina y en Es Mercadal sin necesidad de moverse e investigar nuevas playas. Habrá tiempo para ello. Y si no lo hubiese, tampoco pasaría nada. No hay lugar en el mundo que podamos descubrir por completo. Por eso, nunca me ha estresado en exceso no ver todo lo que se supone que se debería ver. Algunos lo llaman ahora slow travel. Para mí es, simplemente, disfrutar del lugar y del momento sin importar los checks. En una isla, incluso menos.
Diez días en Menorca permiten ese viajar despacio. Apenas nos acercamos a la zona de Ciutadella. Tan solo la última tarde para ver el atardecer en el Cap d’Artrutx. Imaginaros si fue un viaje relajado que esperamos a la última tarde para ver como caía el sol. No hay nada como juntarse con alguien todavía más relajado que tú para que todo fluya de manera calmada. Esa tarde, decía, fue nuestra única incursión a la zona oeste de la isla. Desde el faro, con un bar con terracita la mar de apetecible, o sentado sobre las irregulares rocas del Cap d’Artrutx. El atardecer sin aglomeraciones es cautivador y está a pocos minutos de Ciutadella. Allí cenamos, nos apetecía una pizza para cerrar el viaje, y constatamos que si no habíamos tenido sensación de estar en pleno agosto era porque casi todo el mundo se concentraba en ese lado de la isla. Desde aquí, gracias.
No menciono el restaurante porque, entre nosotros, no merece demasiado la pena. Pero sí algunos en los que disfrutamos realmente. Esos vendrán después. Así me aseguro un poco más de vuestra atención. Estoy desentrenada en esto de escribir por aquí. Demasiado tiempo. Demasiadas reticencias que en otro momento os contaré con total honestidad. Pero hoy estoy aquí para dejar constancia de un viaje tremendamente especial por el tiempo que hacía que no viajaba, pero también por ser el viaje más largo que he hecho en pareja. Todo un reto que, no niego, a mis 35 años me generaba ciertos temores. Ya veis, en algunas cosas soy bastante novata e inexperta. De eso también tengo mucho por escribir. Pero poco a poco. Como en Menorca. Solo añadiré que la experiencia no ha podido ser mejor. Y eso me hace tremendamente feliz. Supongo que, por eso, me he decidido a recuperar la escritura nomadista. Eso y la gran ilusión que supuso saber ayer que mis queridos Vero y Roger se encontraron hasta tres personas distintas en Myanmar que habían leído mis posts sobre mi mes, hace ya tres años, en ese país que sigue siendo tan poco turístico. Les tuve incluso que preguntar si me estaban tomando el pelo. Y no, no lo hacían.
Regresamos a Menorca y a sus playas. No seré yo la que descubra aquí el agua de la isla, pero qué maravilla. Cristalina y limpia incluso en las playas más concurridas a las que fuimos. Solo un día no encontramos así el agua por agitada y tormentosa, pero incluso así se podía alcanzar a ver el fondo del mar entre ola y ola. En Menorca, además, descubrí siendo tan de playas de arena blanca y fina que me chiflan los rincones de rocas de la isla. Me atrevería a decir que son mis favoritas en la isla. Seguro que hay más, pero todas ellas los descubrí por la zona de Sant Lluís. Allí tuvimos nuestro segundo centro de operaciones por cuestiones de familia y amigos.
En unos días colgaré un post específico sobre las playas. Pero os cuento que no tiene precio perderse en una plataforma de rocas en Binisafua con tres personas la mar de bonitas y una botella de vino para hacer la sobremesa. Entre casas blancas a pie de acantilado y completamente solos. Esos rincones merecen su precio en oro y generan recuerdos mentales de esos que siempre irán unidos al nombre de Menorca. O bañarse en Ses Olles en plena noche de luna llena como fin de fiesta a un día de paella para 30 y mucho amor. Hacía frío, pero tener esa inmensidad de noche y agua transparente -se podía ver el fondo del mar solo con la luz de la luna- para nosotros solos fue un auténtico placer. Ese día lo terminamos a las 4 de la mañana tras 14 horas de germanor humana. Mi favorita, sin embargo, resultó ser Biniancolla. Justo al lado de En Caragol, un restaurante de vistas y pescados exquisitos. Un pequeño recoveco de rocas y agua que crea una pequeña piscina en la que hacer la mejor sobremesa y siesta del verano.
Cala Cavalleria nunca falla. Las escaleras que hay que bajar para llegar a ella me trasladaron a mi primer viaje a Menorca ahora hace unos diez años. Diría que ya estuve allí, aunque no podría asegurarlo. La mañana allí fue de esas de toalla, libro y baños cortos, pero constantes. Tres horas de relax máximo y observación curiosa del comportamiento humano. De Cala Pregonda me quedo con una pequeña cala de aspecto marciano que hay justo antes del último tramo de camino. Minúscula, sin arena y poco apta para el baño si hay oleaje. Nos bastó remojarnos y apalancarnos en apenas un metro cuadrado en el que alguien, muy amablemente, había colocado una tabla de madera junto a las rocas a modo de respaldo. Agustera máxima y cabezacita. Ya veis que la siesta antes o después de comer ha sido uno de los ejes principales de este viaje. ¡Y no os cuento ya las de hora y media bajo el aire acondicionado y las sábanas!
Menorca ha sido un viaje repleto de detalles felices. De siestas, sudokus, compras hogareñas, cenas compartidas y un ritmo isleño que creo que llevo dentro de mí. No hay isla que no me haya hecho sentir en calma. Desde Menorca hasta Little Corn Island pasando por Lanzarote, Balí, Perhentians o Palawan. Hay algo en ellas que me conecta con cierta tranquilidad interior y no, no son las vacaciones. O el viaje en sí. O no solo eso. Mis necesidades vitales y básicas se reducen de manera considerablemente en una isla. Da igual que esté paseando por las calles peatonales de Es Mercadal, tomando una pomada en Es Claustre de Maó, haciendo la compra o flotando en agua y salitre. Me declaro isleña. No de nacimiento, pero sí por convicción. Nos gustamos. Con o sin mochila. Sola o acompañada. Menorca me lo ha recordado y, como agradecimiento, prometo volver. Este viaje ha sido casa y quería celebrarlo con todos vosotros.
¡Prometo volver a la isla y a La Nomadista!
Esta vez, de verdad.
2 Comments
Sandra
4 septiembre, 2018 at 16:25Oh, m’ha encantat!!! Tens alguna cosa especial amb els viatges, en serio… I ara no faràs que me’n vagi a Menorca pq ja seria too much després del camino, pero vamos, que después de leerte, ganas no me faltan?
Laura R.
5 septiembre, 2018 at 9:37Gràcies!!!
Si vas, avisa i vaig amb tú per seguir escrivint cosetes de l’illa, jejeje!