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Priscila, Mordor… y el Outback

Si Peter Jackson hubiese nacido en Australia y no en Nueva Zelanda probablemente habría situado Mordor y al malvado Sauron en las místicas montañas del Outback. Las montañas de arena y los escarpados precipicios que dominan Kata Tjuta, Kings Canyon y Uluru habrían sido una dura prueba para Frodo y Sam en su intento por salvar el mundo. No creo que sea fácil hacerlo con temperaturas que fácilmente superan los 42 grados. Y habría sido, por lo menos, un viaje más agradecido para la vista ya que, pese al calor insufrible, el verde consigue imponerse en algunos rincones del paisaje. Incluso crecen árboles blancos y majestuosos como el de Gondor.

Antes de empezar a contar las maravillas del Outback –imposible un final mejor al viaje– en mi defensa tengo que decir que no estuve sola en esta reflexión freak. No fui la única que se imaginó hobbits y uruk-hais mientras recorríamos un paisaje sobrecogedor, especial. Tal vez fuese culpa de los madrugones a los que nos obligaba Stevo, nuestro guía. Podría acusar también a las alucinaciones que provocan la insolaciones pero, hasta en eso, fue especial el viaje al centro de la nada ya que vivimos en primera persona uno de los tres días al año en los que esas tierras se humedecen. E incluso, a cierta distancia, disfrutamos del espectáculo que supone una tormenta eléctrica sobre el Uluru.

The Rock era una de las cosas que más ganas tenía de ver en Australia, tal vez la que más por encima, incluso, de la barrera de coral. No sé que tienen los desiertos, pero me fascinan. Y sí, el Uluru tiene algo de místico y mágico, pero creo que no me equivoco al afirmar que todos los que compartimos experiencia nos dimos cuenta al segundo día de que sus ‘hermanos pequeños’ eran incluso más fascinantes que él… y no es algo que esté al alcance de muchos. El Uluru tiene la fama, pero Kata Tjuta y Kings Canyon guardan increíbles tesoros en sus entrañas. De hecho, caminar por ellos es un placer realmente difícil de describir aun cuando hace más de un mes de aquellos tres últimos días de aventura por las Antípodas. ¡Cómo pasa el tiempo! De pequeña siempre me preguntaba por la manía que tenían los adultos de la familia de hablar siempre del tiempo y de lo rápido que se esfumaba en las comilonas de Navidad. Ahora, años después, entiendo perfectamente esa sensación de indefensión ante la volatilidad de las cosas, las sensaciones y los recuerdos.

Basta, sin embargo, con volver a pasar las fotografías de aquellos días para que el vello se me erice de nuevo. Conforme acumulas viajes y experiencias, los rincones dignos de formar parte de tu personal ránking de maravillas del mundo se multiplican. La mezquita de Córdoba fue el primero que me impactó; luego vinieron las pirámides y las lágrimillas derramadas ante la belleza de la máscara de Tutankamon; Roma siempre estará ahí; las interminables dunas del Sahara; la aldea tailandesa de los Akha; la vietnamita bahí de Lang Ha y el verde intenso de sus campos de arroz; el amanecer en la cima del Batur y el agua cristalina de Gili Air; la multicolor barrera de coral; las Jim Jim Falls… y el OUTBACK. Así, en mayúsculas. Tal vez no ganaría el premio al paisaje más hermoso del planeta, pero sí estaría entre los más espectaculares.

Imaginaros una extensión de miles, muchos miles de kilómetros cuadrados en medio de la nada. Son tantos que ni los propios australianos son capaces de llevar las cuentas con exactitud. Y en esa extensión infinita desperdigad alguna que otra estación de servicio (de una a otra pueden haber fácilmente 400 kilómetros), algún bar de carretera/motel típico de película, algún pueblo al que nosotros nunca le daríamos ese calificativo, alguna granja de camellos y mucho polvo rojo. Matorrales que nadie sabe cómo llegaron hasta ahí y una carretera de doble sentido traicionera por la que cada dos por tres se cruzan animales. Los lagartos gigantes implican un ligero desvío de la trayectoria, los caballos salvajes, las minimanadas de dingos o los enormes canguros rojos se identifican con bruscos frenazos y un abrir de puertas instantáneo para inmortalizar, a cierta distancia prudencial, el casi culpable de una muerte que, creedme, no debe ser nada agradable por aquellos lares. Salvo enormes tráilers de cinco o seis camiones engachados y a los que servidora evitaría subirse, pocos coches transitan las ‘autopistas’ del Outback. Entre vehículo y vehículo da tiempo de tumbarse en la carretera, hacerse fotos en las posturas más absurdas que se os ocurran, sacar la silla de camping, prepararse un bocadillo, comérselo y hasta recoger leña para la hoguera de la noche. Los australianos no tienen costumbre de escaparse al centro rojo, no entienden la necesidad. Ellos se lo pierden.

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La aventura por la Australia más auténtica comenzó en Alice Springs. La gran ciudad del Outback cuenta con unos 25.000 habitantes, muchos de ellos aborígenes expulsados de sus comunidades. Otro días os contaré algunas cosillas sobre la cultura más antigual de la tierra, lo prometo. Nos separaban de Ayers Rock (o Uluru en aborigen) unas cinco horas en furgoneta. Tiempo más que suficiente para echar varias cabezaditas, jugar a juegos absurdos para conocer un poco más a los compañeros de grupo con los que compartir las siguientes 72 horas y momentos de introspección mirando por la ventana mientras en el spotify sonaba, por ejemplo, ‘Quart Primera’ y su ‘El món en un café’.

Momentos muy peliculeros, sí, pero no niego que yo lo soy de vez en cuando. Cuando una viaja tantos días en solitario acaba por aceptar y asumir ciertas cosas… y, mira, tener esos momentos de intensa no es lo peor que podría pasar. Además, que el paisaje daba para ello.

¿Cómo no serlo cuando sabes que te aproximas a una de las zonas más sagradas del mundo? Puedes ser más o menos espiritual, pero hasta el más incrédulo de todos se da cuenta de la magia que envuelve un lugar considerado por el pueblo Anangu como ‘el ombligo del mundo’. Del Uluru sorprende su tonalidad rojiza y sus imperfecciones. Desde la distancia, The Rock parece un monolito perfecto, pero no. Las marcas de la arenisca te acercan una visión mucho más completa cuando procedes a recorrer los 9,4 kilómetros de perímetro. Una buena caminata para la que es imprescindible gorro y varios litros de agua porque el sol pega fuerte. Varios fuimos los ‘flojeras’ que tuvimos que tomarnos una aspirina para calmar el dolor de cabeza que nos provocó un principio de insolación. Oficialmente, el Uluru sobresale unos 350 metros, pero sigue creciendo centímetro a centímetro. Es una montaña viva que no te permite apartar la vista de ella cuando la tienes delante. «Pues es cierto que estoy en Australia», te dices y sonríes al saberte delante de una de las grandes maravillas del planeta. Yo no subí a ella, no quise molestar a los espíritus aborígenes. Pero hay gente que lo hace.

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Instalados en un auténtico bush camp en el que solo había una pequeña zona de cocina y unos baños comunitarios, nos dirigimos a ver el atardecer sobre el Uluru. Mucho mejor que el amanecer, que estaba plagado de turistas. Solos, contemplamos el cambio de tonalidades de La Roca y el inicio de una tormenta eléctrica que nos facilitaría, y mucho, nuestro segundo día de expedición. Se hizo duro levantarse a las 3.45 de la mañana, sobre todo tras apenas dormir metida en un gigante ‘swag’ y sin más cobijo que un cielo nublado que amenazaba lluvia. No cayó ni una gota, pero las ráfagas de viento hicieron que pareciéramos  croquetas andantes. Sin tiempo para una ducha, y tras un rápido y contundente desayuno, nos pusimos en marcha. Último vistazo al Uluru y rumbo a Kata Tjuta. Resulta curioso que estando a tan solo media hora de distancia, esta cadena montañosa apenas tenga visitas. O no todas las que debería tener un lugar como ese.

Kata Tjuta significa literlamente ‘muchas cabezas’ y es un lugar incluso más sagrado que el Uluru para los aborígenes. Solo los hombres tienen permitido el acceso a una región de la que se dice que descendió la gran serpiente  Wanambi. Sus marcas se aprecian a simple vista, aunque creérselo o no depende de cada uno. Personalmente, me encantó escuchar parte de las leyendas que rodean a unos lugares tan especiales. Y digo parte porque solo los aborígenes más ancianos conocen las leyendas al completo, nuestra civilización, es decir, la blanca, los colonos que un día expulsaron y masacraron a los aborígenes, nunca ha tenido acceso a ellas. Y seguirá siendo así. Una lástima porque incluso las más superficiales encierran gran sabiduría y altas dosis de imaginación. Según nos contó Stevo, todavía hoy en día se siguen realizando ceremonias sagradas entre las lomas de las montañas. Pero, como las leyendas, nuestra presencia está vetada. Supongo que solo así ha podido perdurar una cultura tan sobrecogedora como la suya.

La lluvia, que comenzó a caer sobre nosotros cuando nos disponíamos a adentrarnos en los más de ocho kilómetros de subidas y bajadas, refrescó el ambiente y nos evitó sufrir las consecuencias de estar a 40 grados a las 11 de la mañana. Aun así, el chapuzón prometido a media tarde cayó de todas maneras. Esa segunda noche la pasamos en un campamento mucho mejor equipado, aunque nadie optó por dormir dentro de las tiendas. El cielo era demasiado estrellado como para perderse el espectáculo de estrellas fugaces. Y eso que algunos integrantes del grupo se habían encontrado con ciertos escorpiones poco amigables. La reflexión fue la misma para todos, ‘si nos quieren picar, nos picarán dentro o fuera de las tiendas’. La mía fue un poco más allá y, acalorada por dormir en un doble saco, opté por dormir con medio cuerpo fuera (con la cremallera bajada) y sin pantalones. Encontré que dormir tapada hasta la cabeza no sería un gran impedimento para escorpiones, arañas o serpientes. Estos animales llevan miles de años sobreviviendo en el Outback, así que no creo que una simple cremallera sea excesivo problema para ellos. Y oye, que dormí mucho mejor aun levantándonos de nuevo a las 3.30 de la mañana.

Antes de seguir, un aviso para navegantes. Este tipo de viajes, como el del Kakadu National Park, no son viajes de señorito. Las comodidades son mínimas y básicas. Duchas comunitarias bien conservadas, que para algo se está en Australia, y poco más. Hay que recoger leña, ayudar a preparar las comidas, limpiar los platos y dormir en sacos. Por no hablar de las muchas horas en la carretera -en los tres días recorrimos unos 1.600 kilómetros-, pero merecen mucho la pena. Tampoco son baratos. Pero, sinceramente, creo que es la mejor manera de descubrir la Australia más auténtica. Existen resorts cerca del Uluru y Kata Tjuta, pero creo que se pierde parte de la esencia del Outback. Tampoco seréis los más pulcros y elegantes del lugar, pero una vez en el país de OZ te das cuenta que eso a ellos tampoco es algo que les preocupe en exceso.

Tanto Kata Tjuta como Kings Canyon, nuestra última visita en el Outback, te hacen olvidar que te encuentras en medio de un desierto. Sus formaciones rocosas repletas de árboles y canguros rojos que observan, desde la distancia, a los humanos te trasladan a otro mundo. Y esa sensación, aunque siempre te acompaña en Australia, se intensifica allí. ¿De dónde demonios han salido estas montañas? Muy fácil. De debajo de la tierra y tras miles de años de sedimentación. Antes, es decir, mucho antes de que los aborígenes poblaran estas tierras -se dice que llegaron por mar y luego olvidaron todo el conocimiento relacionado con la navegación-, la tierra que ahora es el desierto estaba cubierta, en parte, por lagos y ríos. Y un día, la tierra decidió partirse y el fruto de esa sedimentación empezó a salir a la luz. De ahí, que el Uluru siga creciendo.

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Esta foto, como la que abre este post, es de Kata Tjuta. Creo que es mi lugar favorito, aunque resultado complicado discernir cuando vienes del Uluru y al día siguiente te adentras en los precipicios sobrecogedores de Kings Canyon. Antes de las cinco de la mañana ya estábamos desfondados subiendo un tramo de escaleras que se enfilaban hasta el cielo con una altura de unos 300 metros. Divididas en tres etapas, fueron mortales. Después, el resto de los 10 kilómetros de caminata fueron sencillos y, por suerte, el calor volvió a respetarnos. Esta formación rocosa, situada a unas tres horas de las dos anteriores, se caracteriza por no tener ni servicios ni bombas de agua en las que rellenar las botellas de los caminantes. Así que nos tocó cargar a cada uno con tres litros de agua. Recuerdo que al final solo me bebí uno, pero porque no empezó a picar el sol hasta las 11 y, a esa hora, nosotros ya estábamos llegando al campamento para ¡comer!

Kings Canyon simplemente da vértigo. Y respeto. Esas hendiduras debe cargarlas el diablo, de hecho, las leyendas aborígenes dan mucha importancia a esos cortes en la tierra, sobre todo porque en una de ellas se encuentra un lago que para ellos es sagrado. Con más o menos agua, pero siempre presente, es uno de los lugares más espectaculares de ese rincón de mundo. Para llegar, además de convivir con un auténtico ejército de moscas, hay que descender unos 200 metros de profundidad por unas escaleras no aptas para los más miedosos. Barritas de cereales, fruta y de nuevo en ruta. No existe descanso en la lucha contra el paso de las horas y el incremento de la temperatura. Sinceramente, no sé como aguanté esos tres días de trekking en los que recorrimos unos 20 kilómetros levantándome antes de las cuatro de la mañana y tras casi cincuenta días en las piernas… quiero creer que me empujó la magia de un lugar que permite hacer instantáneas como las siguientes.

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La vuelta a Alice Springs fue dura por el agotamiento, pero sobre todo por la sensación de que ya estaba. Había tachado de mi lista de promesas el Uluru y el espectacular Outback. Eran la última parada de casi dos meses de aventura y viaje y tocaba regresar a la realidad. La cena y fiesta con la que el grupo se despidió fue memorable, aunque algo triste. A las 8.30 horas del día siguiente salía mi avión hacia Melbourne. Una vez allí, 24 horas y otras tantas de avión para aterrizar en Barcelona. Ahora, aquello parece casi como si no hubiera existido nunca. Pero lo hizo. Y fue increíble.

No es una despedida. Como me sucede con Australia, es un hasta luego. Aunque el Outback fuese mi última parada, este post no es el último. Me queda todavía rememorar Tasmania y curiosidades varias de las Antípodas. Y de otros viajes. Solo que me he puesto sentimental con esta entrada que, ni por asomo, logra transmitir lo que es aquello. No ando muy inspirada últimamente. Pero para los intrépidos o fieles que hayáis llegado hasta el final de este post, un regalito final. Os preguntaréis por lo de Priscila en el título, ¿verdad? Aquí va la respuesta:

¡Disfrutad con la reina del desierto!

http://aso.gov.au/titles/features/priscilla/clip3/

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