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Crazy Tassie

Dicen que la infancia marca nuestros pasos hacia la edad adulta. Empieza a definirnos y deja huella en los adultos que algún día seremos. Tal vez por eso visitar Tasmania se convirtió desde el primer momento en un alto en el camino obligado en mi aventura australiana. No sabía muy bien porqué, pero yo quería visitar esa pequeña isla al sur de Australia que daba nombre al mítico demonio que tantas veces había visto por televisión. No es que fueran mis dibujos favoritos, era mucho más de Caballeros del zoodíaco (la melena del caballero del dragón me podía) o de Oliver y Benji, pero me hacía gracia visitar ese rincón que casi siempre queda excluido de las rutas turísticas. Solo si te sobra el tiempo, y eso en Australia es casi imposible, uno se plantea bajar hasta allí.

La capital no se encuentra demasiado lejos de Sydney o Melbourne en avión. Se llega a Hobart en una hora y media y con vuelos realmente económicos, unos 60 euros ida y vuelta si, como yo, los compras con menos de una semana de antelación. Tassie, como se la conoce por las Antípodas, merece la pena aunque reconozco que solo me quedé con lo más superficial y mis sensaciones son algo opuestas. ¿Debería haberle dedicado más tiempo? ¿Habría sido mejor quedarse unos días más en Byron Bay y Sydney? No lo sé, pero sí sé que no me arrepiento de haber ‘malgastado’ seis días allí.

Si uno quiere hacer bien la isla necesita, por lo menos, diez días y un coche de alquiler para enamorarse de una tierra que todo el mundo dice que es como una Nueva Zelanda en miniatura. No puedo corrobar esa afirmación porque nunca he estado en ‘kiwilandia’, pero sí puedo confirmar que Tasmania es espectacular. Y su gente, increíble. Talentosos, artistas, bohemios (por lo menos en la capital) y un poco chiflados. Simplemente me encantan. Imagino que ser los más aislados e ignorados de un continente/país ya de por si alejado de todo debe marcar de una manera u otra el carácter de sus habitantes.

¿Por qué me gustó Tasmania? Porque, pese al terrible frío que hacía, me pareció que Hobart tenía su encanto. Puedo decir que me sentí como en casa desde el primer café. Y no es una metáfora, es real como la vida misma ya que, mientras esperaba para poder instalarme, me fui a tomar un buen capuccino (with no chocolate on the top) a Salamanca Square. No soy salmantina, pero me hizo gracia que la plaza más importante de la capital tuviera ese nombre. Después descubrí que fue bautizada así a principios del siglo diecinueve en honor al Duque de Wellington tras su victoria en la batalla, como no, de Salamanca.

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Mi goce fue doble cuando, desde la terraza en la que estaba, vislumbré un bar-restaurante que se llamaba Barcelona. Entonces sí que el orgullo empezó a desbordarse… ¡estamos en todas partes! Y con esas ganas de decirle a cada uno de los transeúntes que pasaban por allí que yo era de Barcelona, me di una vuelta por la plaza con mis mochilas y mi tiritera. Entre nosotros, la plaza no es gran cosa. Aun así es una parada obligada ya que se encuentra al lado del puerto y sus casas son de arenisca. Además, es uno de los centros neurálgicos de la ciudad por los restaurantes y galerías de arte que la rodean y porque todos los sábados se instala allí un inmenso mercadillo. Dicen que es el mejor de cuantos se hacen en Australia. Yo me sigo quedando, sin embargo, con mis hippies de Byron Bay.

Tampoco el festival de la cerveza que se hacía cuando estuve allí es como el de Munich, pero tiene su gracia tomarse unos churros con azúcar o dulce de leche entre cerveza y cerveza. O sidra, que allí es realmente deliciosa. La entrada venía con diez tickets… ahí lo dejo. Los clubs con música en directo abundan al otro extremo de la ciudad. Desde sesiones de jazz a conciertos de folk o rock. Todo es posible en una ciudad que cuenta, además, con uno de los museos más surrealistas que he visto en mi vida. El que más, ahora que lo pienso. De hecho, no visitar el Mona es algo que no debería estar permitido. No es barato -cuesta unos 30 dólares entre ferry y entrada-, pero es único. ¿Dónde sino puede uno encontrarse sarcófagos egipcios junto a una cama elástica con la que hacer música mientras saltas? ¿O mesas imposibles de ping pong? Por no hablar de la famosa ‘Cloaca’, una obra que representa de manera ciertamente desagradable el proceso que hacen los alimentos dentro de nuestro cuerpo. Solo diré, para que se entienda, que la vista no es aquí el único sentido que entra en acción.

Una real locura la de su propietario, que diseñó el Mona como una obra de arte en si mismo. A veces curioso, otras divertido y algunas incluso desagradables, ir a Tasmania y no ir al Mona es como ir a Sydney y no ver su famosa Opera. Tal vez no sea lo mejor de la ciudad, pero hay que verlo. Un fish&chips después y tenemos una mañana la mar de completa en Hobart. El monte Wellington es otra de las grandes atracciones de la ciudad. Dicen que las vistas desde la cima son simplemente espectaculares y digo dicen porque cuando subí la nieve lo cubría todo. Y la niebla. Diría que hasta pasé miedo, además de muchísimo frío, por sus sinuosas curvas. Suerte que conducía Jenni, mi amiga tassie. Deposité toda mi esperanza y mi vida en sus habilidades al volantes… y, aquí estoy, así que tan mal no nos fue pese a lo peligroso del camino. Para compensar, y tras una parada para desayunar en un McDonalds, nos dirigimos a Port Arthur. Otro imperdible de ese rincón del mundo.

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Port Arthur fue una de las primeras prisiones que los ingleses instalaron en las Antípodas. Si obviamos el frío polar y los trabajos forzados a los que se condenaba a los presos, el enclave resulta realmente precioso. Prados verdes y un mar azul eléctrico para disfrazar uno de los lugares más duros en lo que uno puede ir a parar. Más en aquella época en la que aquello era la nada más absoluta. Pese al paso del tiempo, las estructuras de aquella ciudad-prisión se mantienen en alto y te permite hacerte a la idea de lo negro que fue ese capítulo de la historia británica. En algún lugar de mi habitación debo guardar la carta con el preso que me tocó interpretar a la entrada del museo en el que se ha convertido Port Arthur. No recuerdo su nombre, pero sí que había llegado a Tasmania por robar, creo, unas onzas de pan para alimentar a sus hermanos. Era herrero y, dentro de lo que cabe, ‘solo’ tuvo que aguantar el frió y el hambre. No sufrió castigos físicos… o sí, creo que le dieron latigazos por no callarse ante los abusos de los guardas. Nadie le dijo que en boca cerrada, no entran moscas.

Ambas excursiones pueden hacerse en un mismo día. Dos días y medio, por tanto, son suficientes en Hobart a no ser que instales allí tu base de operaciones. Yo lo hice y, aunque el hostel en el que fui a parar era muy acogedor con sesiones de cine en familia, no es lo más recomendable si realmente quieres ver toda la isla. Ahí pinché. Como en los cuatro días de Mission Beach… Dos errores en dos meses es algo asumible. La costa este de la isla ofrece bahías y playas realmente espectaculares, aunque poco recomendables para el baño al no ser que se tenga tolerancia máxima a las bajas temperaturas. Aun así, merece mucho la pena perder un día recorriendo, por ejemplo, la península de Freycinet (no confundir con Freixenet) y la hermosa Wineglass Bay. Según Lonely Planet, una de las diez mejores playas del mundo. Sí, estos australianos igual se flipan un poco, pero ellos justifican su posición en el ránking por lo difícil de su acceso -un trekking de una hora y media- y lo poco visitada que está. Además de por su evidente belleza y ubicación.

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Alrededor de Wineglass existen otras playas a las que llegar tras cortos paseos por las montañas. Son de fácil acceso siempre y cuando tus compañeros de grupo no sean un matrimonio jubilado y una madre e hija chinas algo delicadas. Fue, sin duda, el peor grupo de todo el viaje. Aunque el paisaje compensó un poco. Los viveros de ostras y marisco que uno se encuentra por el camino ni que decir que acabaron de salvar ese día de aislamiento social. Por suerte, en Hobart siempre había con quien hablar… Allí conocí a algunas de las personas más interesantes del viaje. Primero a Melanie, la chica que me acogió dos días en su casa a través del couchsurfing. Si no me había quedado claro que los australianos son de otro mundo, ella me lo acabó de confirmar.

Era mi primera vez en el couchsurfing y, como toda primera vez, andaba algo nerviosa. Me presenté un domingo al mediodía en su casa y me enseñó dónde podía dormir: un estudio de pintura con una enorme cama en el suelo. Fuimos a comprar, me uní a sus amigos cuando vinieron a su casa a ver el nuevo capítulo de The Walking dead. No había visto ni un solo capítulo, pero me puse la mar de contenta al ver que lo entendía casi todo… ¡y sin subtítulos! Después me fui con Mel y uno de sus amigos a un concierto de country-rock bastante curioso en el Republic Bar. Fue en esa reunión donde conocí a Jenni, mi guía en Port Arthur y con quien fue al festival de la cerveza. Medio americana, medio tasmana, fue una bendición toparse con alguien de mi edad con quien hablar de cosas de las que hablaría con cualquier amigo. ¡Incluso nos contamos las penas! Seguimos manteniendo el contacto, sin duda, lo mejor de estos viajes. Igual viene a Barcelona en verano, así que alguno puede que la acabe conociendo. Id desenvolpando vuestro inglés.

Volviendo a los paisajes de Tasmania, que imagino que es lo que os puede interesar, mi última parada fue la isla de Bruny. Aunque en ella estuve más bien poco ya que la excursión, prescindible y extremadamente cara, era un crucero para ver un entorno natural que no impacta salvo si te encuentras ballenas en plena migración. No fue el caso, aunque sí vimos delfines y muchas focas. Todas allí sentaditas tomando el poco sol que se colaba por entre los nubarrones que amenazaban lluvia. La gracia de esa zona es que uno abandona el Mar de Tasmania para surcar el Océano Antártico. Un privilegio que casi acaba con varios dedos congelados pese a los chubasqueros del capitán pescanova talla XXXL que nos dieron al subir.

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(Este post fue publicado originalmente el 3 de febrero de 2014 en www.lauretaenruta.wordpress.com)

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