Decidir por dónde comenzar es lo primero que uno debe hacer cuando se plantea viajar a Myanmar. A diferencia de otros países como Tailandia o Malasia, la antigua Birmania ofrece diversas opciones desde las que empezar a descubrir sus maravillas.
Yangón y Mandalay son las opciones más habituales entre los turistas, aunque también se puede intentar acceder al país por tierra a través de la frontera tailandesa. Y digo intentar porque cada dos por tres estos accesos terrestres se ven cerrados por el intercambio de fuerzas -y balas- entre el ejército y los grupos rebeldes. Si a uno le va la aventura, tal vez, le motive más esta opción, pero si prefiere algo menos complicado, Yangón o Mandalay son la respuesta a todos los problemas. La mía fue, en este caso, Mandalay.
¿Por qué Mandalay y no Yangón? Porque la única persona que conozco que ha estado en Myanmar comenzó por ahí. Así de argumentada fue mi decisión. Con los días, sin embargo, he descubierto que la mayoría comienza por Yangón y termina en Mandalay, justo al revés de lo que voy a hacer yo. Las diferencias, no obstante, no son demasiadas. Simplemente el sentido inverso de una parte de la ruta. Una vez en Myanmar los planes y las rutas siempre cambian en función de los eternos autobuses, el tiempo y lo que unos y otros te recomiendan.
Mandalay es la capital cultural de Myanmar y cuenta con casi tres millones de habitantes. Ubicada en la zona central del país, está rodeada por diversas ‘ancient cities’ que le otorgan un encanto extra. O todo el encanto ya que, sinceramente, la ciudad en sí no es gran cosa. Excesivamente ruidosa y grande, sus calles se organizan directamente por números y no nombres para facilitar la movilidad de quien, sin fortuna, trata de no perderse entre el laberinto de calles que la configuran.
Los locales dividen las atracciones de la ciudad en norte y sur. En el norte se encuentra el omnipresente e interminable Mandalay Palace. Un foso de 70 metros de ancho rodea los 6 kilómetros de muro que rodean la zona real. Caminar una parte de la muralla ya merece la pena, especialmente al atardecer. Entrar en el recinto cuesta 10.000 kyats, algo menos de diez dólares, y da acceso a dos monumentos y a otros tantos en Inwa y en Amarapura. Se trata de la principal atracción de la ciudad y si se combina con la subida a la colina de Mandalay, el primer día está servido. O, si no el primero, si un día bien completo.
Cualquier moto-taxi estará dispuesto a acercaros al Royal Palace por unos 1.500 kyats (el dólar está a 1.100 kyats). Desconozco el precio por el que te acercan a la cima de la colina por si lo más perezosos no se atreven a subir sus eternos escalones. Ahí está la gracia, aunque aviso que no es una misión fácil. Llevad agua y toallitas para secaros el sudor que os caerá de la frente al llegar ante el Buda más estridente que he visto hasta el momento. Luces de colores rodean su figura en un estilo similar al de nuestras luces de navidad. Las fotografías están prohibidas, por eso no os lo enseño. Si los turistas quieren usar sus cámaras tienen que pagar 1.000 kyats. Una Myanmar beer justo al bajar será vuestra mejor recompensa antes de emprender el regreso al hostel.
En el tema hostel, una recomendación: el Yoe Yoe Lay Homestay. Está algo alejado del centro – una hora caminando o 15 minutos en moto-taxi- pero merece la pena. La amabilidad del personal supera incluso la media del país y los desayunos son simplemente espectaculares. Tortilla o huevos fritos, tostadas con mantequilla y mermelada, sandía, zumo, café o té y siempre una sorpresa. Unos días son noodles, otros arroz o una especie de sopa de coco. Comer al mediodía después de tal festín os resultará hasta complicado. Algo perfecto para ajustar el presupuesto. Los dormitorios compartidos cuestan 10 dólares por noche y cuentan con aire acondicionado.
Desde el Yoe Yoe Lay o cualquier otro hostel resulta fácil organizar excursiones por la zona. Yo no visité la zona sur de la ciudad, pero si dos de las tres ciudades antiguas que todo el mundo recomienda. Un día para ellas es suficiente. Al no conducir no tuve más remedio que alquilar una moto con conductor. Se puede hacer de manera independiente pero, sinceramente, me parece imposible no perderse en esas carreteras. Eso sí, te ahorras alguna que otra pagoda por el camino. Imprescindibles: el U Bein Bridge, el puente de madera de teca más largo del mundo (igual es el único, no lo descarto) desde el que ver el atardecer. Resulta una experiencia curiosa cruzar el lago Taungthaman sobre un puente tan frágil y sin ningún tipo de protección a los lados. La caída, de producirse, no sería mortal, pero no sé en que condiciones saldríamos a la superficie.
Los pescadores se deslizan con medio cuerpo dentro del agua en busca de peces que después puedes probar en los puestos que rodean la zona. El precio es algo excesivo, pero os recomiendo fervientemente probar las tortillas de pescadito. Para que os hagáis una idea vendrían a ser como nuestras tortillas/tortitas de camarones, pero con boquerones. Al principio sorprende su intenso sabor, pero acaba resultado un buen aperitivo para mitigar el hambre.
A escasos metros del puente se encuentra el monasterio Maha Ganayon Kyaung. Da igual si a uno le gusta más o menos visitar zonas religiosas, hay que ir a este monasterio en el que los monjes más jóvenes estarán deseosos de entablar conversación, en inglés, con cualquiera que pase. Dejad que os pregunten y que os cuenten su vida, es de las cosas más interesantes que uno puede hacer cuando viaja a lugares tan diferentes. Nunca va mal, además, practicar el inglés y a aprender al mismo tiempo que, por ejemplo, hay monjes que no creen en Buda ni en otro Dios, pero que estudian budismo para conseguir estudios que de otra manera no lograrían jamas. Fue el caso del ya comentado monje que me pidió el Facebook para estar en contacto «en caso de que algún día vaya a Barcelona». Como excusa no cuela, pero pasé un buen rato visitando el monasterio con él y conociendo un poco más la vida ahí dentro.
Esta parada, además, es perfecta antes de encarar el gran reto de las ‘ancient cities’: la Sagaing Hill. Si la colina de Mandalay tiene unos cuantos escalones, no os cuento los que tiene Sagaing. Cercana a los mil, esta colina es lugar de peregrinaje de muchos lugareños de la zona. Arriba del todo, un Buda mucho menos hortera y una paronámica que compensa todo el esfuerzo. Si podéis evitar el fin de semana, mejor. Demasiados ojos estarán pendientes de un o una occidental acalorada y enrojecida por la humedad, el calor y el esfuerzo de acercarse hasta allí.
Inwa es la tercera ciudad antigua que entra en toda excursión por los alrededores de Mandalay. Me la salté. Te dejan en el muelle y tienes que coger un barco para cruzar el río y, después, un carro de caballos para llegar a los lugares ‘sagrados’. Preferí regresar al hostel hacia las 15h y disponer de toda una tarde para descansar, pasear y buscar un buen sitio en el que cenar. No lo conseguí. Fue el día del curry más picante que he probado en mi vida. A la mitad del plato el sudor y las lágrimas eran tales que lo di por imposible. A los birmanos les gusta mucho el picante, más que a sus vecinos tailandeses. Tenedlo en cuenta si algún día visitáis el país y no os apasiona la sensación de fuego intenso en vuestra boca, esófago y estómago.
La visita a Amarapura y Sagaing sale por 12.000 kyats con conductor. Si se hace el pack completo, unos 15.000 y el alquiler de una moto creo que está en los 10.000 por día. La diferencia económica no es excesiva. En el camino de vuelta, el conductor paró en un pequeño telar con la intención de que comprara algo, no caí, pero sí descubrí que la famosa expresión «trabajo de chinos» debería cambiarse por «trabajo de birmanos» al ver como hombres de unos 70 años bordaban hilo a hilo los trajes tradicionales de Myanmar.
Si no recuerdo mal, ese mismo día por la noche tocó mercado nocturno. Todos los pueblos de Asia tienen uno o eso intentan. No perdáis tiempo en el de Mandalay. No merece la pena más allá de acercarse al centro para cenar algo y para vivir la experiencia de subirse tres en una scooter de regreso al hostel y en plena noche. La chica australiana y yo íbamos algo tensas, no así el conductor que no dejó de pitar en todo el trayecto en plan «eh, llevo dos guiris en mi moto». Se lo pasó realmente bien el buen hombre a nuestra costa y nosotros con él. Es una sensación extraña la que una siente cuando ‘incumple’ algunas normas tan básicas como no ir más de dos en una moto o no llevar casco en estos países. No digo que esté bien, no, niños no lo hagáis, pero una se siente libre y mucho más ligera.
No Comments