Cuatro días son suficientes para darse cuenta de que Myanmar es un país diferente, pero sobretodo es un país feliz. Algunos podréis pensar que esta declaración de amor se debe más a la emoción inicial del viaje que a un análisis objetivo, pero no. Creedme, la antigua Birmania es ‘so fucking special’ como diría Radiohead.
Una tiene la misma sensación que al aterrizar en Australia. Salvando, por supuesto, las enormes diferencias que existen entre ambos países. La amabilidad de su gente no es un tópico más. Nunca había acumulado tantas sonrisas por minuto como en Mandalay y, ahora, en Pyn U Lwin. En Myanmar todavía no están acostumbrados al turismo masificado de sus vecinos y, por eso, siguen sorprendiéndose cada vez que se cruzan con un occidental.
Te saludan o sonríen en función de la timidez y hasta te piden fotografiarse contigo. En menos de una semana acumulo ya cuatro o cinco selfies con birmanas que, tras posar con ellas, te lo agradecen con abrazos o sonoros besos en la mejilla al más puro estilo abuela. Y me encanta. Solo os diré que un niño de tres años vino a darme la mano mientras toda su familia, unos 15, me miraba fijamente y que hasta un monje budista me pidió el Facebook cuando estaba visitando su monasterio. Lo nunca visto porque, eso sí, Smartphones tienen todos en este país. Y televisión por satélite. Fue así como ayer pude comprobar que los birmanos son mucho más de Djokovic que de Federer.
Si se tiene pensado viajar a Myanmar, por tanto, la sonrisa es una de las cosas imprescindibles que hay que meter en la mochila. Aquí no hay cara triste que valga ni tan siquiera para quejarse de la humedad. Segunda e importante impresión sobre el país: ¡hace un calor que te mueres! Peor que en Tailandia, Vietnam o Sevilla a 40º a la sombra. Pretender tener un aspecto mínimamente decente es complicado. Así que, un consejo, no os preocupéis demasiado por eso. Ropa cómoda y poco perfume. El único realmente útil es el del repelente porque los mosquitos aquí son fieras. Tercer aspecto a tener en cuenta.
El riesgo de malaria es medio-bajo. La mayoría de los viajeros, entre los que me incluyo, llevan pastillas pero casi nadie las toma como prevención. Te destrozan el estómago al final del visado (28 días), así que son más bien una herramienta de choque si tienes la mala suerte de caer infectado. Aunque para actividad de riesgo, el tráfico en Myanmar. En eso sí que no se diferencian del resto de países de la zona. Impera la ley del más fuerte y cada cual traza las direcciones como le da la gana. Acorta por medio del carril contrario y pita, mucho, cuando alguien más lento le impide avanzar. Y si hay que ir en dirección contraria, se va. Diría que por el arcén, pero por estos lares no saben lo que es eso.
Tres es la media de personas que normalmente se suben a una mini scooter y los cascos, al estilo quitamultas de España, no quitan nada de nada. Ni multas, que no parece haberlas, ni golpes si te caes de la moto. Al segundo día ya ni te preocupas de que el casco te baile y hasta pides, por favor, experimentar eso de ir tres en una misma moto. Lo hice el pasado sábado para ir al mercado nocturno de Mandalay junto a una chica australiana con la que compartía habitación. No es lo más cómodo del mundo si te toca ir la tercera por eso de no tener dónde apoyar los pies, pero es divertido. No voy a negarlo. ¡Viviendo la vida al límite… y, ojo, sin casco! Pero no se lo digáis a mi madre, por favor…
Sonrisa, calor, mosquitos, motos… y una conducción, además de loca, absurda. ¿Por qué? Pues porque Birmania debe ser el único país del mundo en el que los coches tienen el volante en la derecha, pero se conduce por la izquierda. Lo sé, estos birmanos están como una cabra. Os podéis hacer una idea de lo que supone que un autobús te deje en medio de una calle principal y te diga, ale, apáñate para coger tu mochila y que no te atropellen los del carril de al lado. Al parecer, la decisión la tomó la Junta Militar cuando optó por desprenderse de toda herencia británica. Si no podemos cambiar los coches, pues cambiamos el sentido de la conducción y nos quedamos tan anchos que para algo mandamos a golpe de fusil en este país. Me imagino que fue algo así viniendo de los militares…
No sé si en las próximas elecciones, que se celebran este año, alguien tendrá la sensatez de arreglarlo. Elecciones de las que aparentemente nadie quiere hablar, pero en las que todo el mundo se posiciona con un simple calendario en la puerta. La mayoría, de la opositora Aung San Suu Kyi. Con eso queda todo dicho, aunque ella deberá esperar a las siguientes elecciones puesto que en la constitución actual del país está escrito que ni ella ni nadie de su familia puede gobernar este año.
Hablar con los birmanos suele ser o, por lo menos estos días lo ha sido, muy interesante. Pero también difícil. Pocos son los que hablan inglés y una escena cotidiana es preguntar en inglés y ver como la persona desaparece en busca del único de esa familia o negocio que chapurrea lo básico. A veces ni eso. Supongo que en los próximos años irá cambiando el panorama. En el hostel de Mandalay, por ejemplo, todos los jóvenes aprovechaban los ratos muertos para estudiar inglés con curiosos libros de diálogos surrealistas sobre desayunos en familia y visitas a la pagoda. Un par de holandeses y yo chafaremos uno de esos manuales una noche.
Últimos tres detalles para cerrar las primeras impresiones de estos días en Birmania. He empezado hablando de la sonrisa como mejor manera posible de comunicarse con los locales. Pero no he dicho que la tengan bonita puesto que la mayoría de ellos, especialmente los hombres, mascan constantemente esa especie de tabaco-café rojizo que escupen a cada dos por tres. Dicen que para mantenerse despiertos y sin hambre, pero a costa de unos dientes ‘ensangrentados’ poco agradables a la vista. Aunque peor es cuando escupen. Las calles están teñidas de un rojo similar a la sangre. Es su rastro.
Las mujeres, sin embargo, optan por ‘teñir’ su cara y no sus dientes con una especie de pasta amarillenta que se esparcen por los pómulos y el contorno de ojos. Algunas, por toda la cara. Se supone que protege la piel del sol y suaviza el cutis. Se llama thanaka y estoy tentada a probarlo si la encuentro en algún mercado en los próximos días.
Por último, Myanmar es un país barato, pero no tanto como uno puede esperar de un país de reciente apertura. De momento, las noches de hostel ya sean en habitación compartida (Mandalay) o en habitación individual (Pyn U Lwin) salen a 10 dólares aproximadamente. Comer suele estar alrededor del dólar por plato, aunque es posible encontrar comida algo más barata, sobretodo si se rebusca en mercados y puestos callejeros alejados de los lugares más turísticos.
Lo sé, no es nada caro si lo comparamos con España. De hecho, es muy barato. Pero una siempre quiere pagar menos, si es posible. Reconozco que a veces perdemos el mundo de vista y la perspectiva cuando viajamos a estos lugares, pero eso ya daría para otro post y se me acumula el trabajo. De momento, voy a empezar por ir a cenar al mercado nocturno de Pyn U Lwin. Ya os contaré qué encuentro por ahí.
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