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I love Sydney (I)

Todavía no me he ido y ya la echo de menos. Apuro mis últimas horas en Sydney antes de poner rumbo hacia la agreste y salvaje Tasmania. Me apetece conocer al pequeño diablo de dibujos animados, pero podría quedarme mucho más tiempo deambulando por una ciudad que me ha enamorado.

Sydney es mucho más que su famosa Opera House y, a estas alturas del viaje, ha sido mi segundo flechazo. El primero se produjo en Byron Bay –tengo pendiente la entrada–, pero me atrevería a asegurar que este es todavía más intenso. Al fin y al cabo, soy una urbanita. Y Sydney, en parte, me recuerda a Barcelona pese a ser inmensamente más grande que la Ciudad Condal. El nexo de unión, creo, se encuentra en el mar. Soy mediterránea y eso es media vida. No hace falta ir todos los días, pero saber que lo tienes ahí tan cerquita es algo impagable.

Y el mar, bueno, en este caso el océano está muy presente en el día a día de la ciudad más poblada y envidiada de Australia. Aunque las playas están algo alejadas, la Bahía de Sydney es simplemente arrolladora. Inabarcable. Inmensa. Y sus puertos, porque hay más de uno, vitales. El principal, donde se encuentra la famosa Opera, es el centro de operaciones de los ferries de la ciudad. Y punto neurálgico de The Rocks, un barrio oprimido de marineros reconvertido en los últimos años en el centro de la vida social al atardecer. Hoteles, bares y pequeñas tiendecitas pueblan sus calles escarpadas y dibujadas entre altas paredes de piedra. En el otro extremo del puerto, la mencionada Opera.

Tengo que reconocer que esperaba mucho más. Incluso que me decepcionó a las primeras de cambio. Puede que el día nublado con el que me recibió la ciudad tuviera mucho que ver, pero me pareció mucho más gris y pequeña. «Pues vaya birria», pensé. Tal cual. Me equivoqué confirmando que no es bueno dejarse llevar por las primeras impresiones. La Ópera provoca un efecto contrario al de la miopía y, de lejos, luce mucho mejor. Lo descubrí al cruzar el omnipresente puente –se puede escalar por unos 300 dólares, aunque me han dicho que es demasiado fácil y no merece la pena– y sentarme al otro lado de la ciudad. Allí, entre unas vistas espectaculares y conversaciones surrealistas sobre el destino, el horóscopo y cosas por el estilo (tengo una peligrosa tendencia hacia las personas raras) se me pasó volando la primera tarde en la ciudad. De noche, y con todo el puerto iluminado, ni que decir que todavía parece más bonita.

Sydney-harbour

Darling Harbour es el otro puerto de la ciudad. Un espacio pensado para el ocio y saturado de restaurantes con precios desorbitados o, por lo menos, para los mochileros. El síndrome backpacker no deja de ser curioso. Los precios no son mucho más caros de lo que podría pagar en una noche de cena con amigas en Barcelona, pero aquí automáticamente mi cerebro bloquea cualquier instinto en cuento se le aparece el primer precio de la carta. Me pregunto si el mecanismo se mantendrá a la vuelta. No le vendría mal a mi bolsillo… Las noches de los sábados, además, hay fuegos artificiales por los que los australianos parecen tener devoción. No podré verlos, pero me imagino que deben ser espectaculares en un enclave como ese. Yo estaré disfrutando de otras vistas: las del atractivo de un italiano que roza los cuarenta y se llama Don Alessandro Del Piero. Cada loco con su tema, que diría mi madre.

Me pierdo. Demasiadas cosas que me gustaría contar de Sydney. Por eso, he decidido separarlas en varias entradas. Hoy he estado caminando por Paddington, el barrio más fashionista de la ciudad. Creo que ese sería mi lugar en Sydney. El Paddington Market de los sábados decepciona –la perfección no existe–, pero caminar sin rumbo por la parte alta de Oxford Street es un auténtico  placer visual.  Se disfrutaría mucho más, todo sea dicho, con una visa oro en el bolsillo. Nota mental para futuras visitas.

paddington

Los cafés ecológicos con diseños ‘reciclados’ y comida sana se mezclan con tiendas de autor, peluquerías de las que tienes la sensación de salir convertida en una superstar y espacios de decoración en las que el impulso consumista te dice que tienes que comprar algo, lo que sea, simplemente porque esa tienda es un homenaje a la creatividad y la belleza. Y una, que es sensible y obediente, llega al hostel –que  sigue empeorando con los ronquidos de dos nuevos compañeros– con un  paquete de lápices con frases ‘filosóficas’ de Warhol y una novela  de tapas amarillas y un título prometedor. «No one belongs here more than you». Y es que, en Sydney, no me siento una extraña. Oh, yeah!

(Entrada publicada originalmente el 9 de noviembre de 2013 en www.lauretaenruta.wordpress.com)

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