Te avisan antes de llegar. Byron Bay no tiene nada de especial, pero resulta que ese nada es lo que la convierte en una ciudad diferente y de la que enamorarse fácilmente. Las cuatro noches en el Byron Holidays Village –el mejor hostel en el que he estado hasta la fecha– podrían haberse convertido en unas cuentas más de no ser por la presión que ejerce el calendario en estas últimas semanas.
¿Cómo no iba a gustarme un pueblo cuyas calles principales llevan el nombre de poetas? La anécdota es graciosa puesto que alguien, un iluminado de la vida, decidió bautizar de esa manera las calles de la localidad cuando esta empezó a crecer en honor a Lord Byron. Se le pasó por alto que lo de Byron no venía por el famoso poeta inglés, que por cierto he visto en wikipedia que murió de malaria en Grecia, sino por su abuelo John, un navegante que recorrió mundo y fue de los primeros aventureros en pisar tierra austral. Su padre también fue navegante.
Anyway, lo de Byron le pega a una ciudad costera en la que turistas y locales conviven en paz. Nada que ver con ciudades como Airlie Beach, Rainbow beach o Surfers Paradise que solo están destinadas a los mochileros. Byron Bay sí que es un pueblo, con su cafetería monísimas, sus tiendas de ropa todavía más monísima y mucho más caras que un simple capuccino, sus hippies de toda la vida y sus mercadillos de fin de semana. Tot plegat hace una buena mezcla que te atrapa silenciosamente. Y si a eso le añadimos unas playas en las que uno puede bañarse y un ambiente surfero que nada tiene que ver con el postureo… ¡voilà! Un lugar para quedarse y ser feliz.
Desde Byron, además, se pueden hacer mil y una excursiones y actividades. Algunas pagando un dineral, pero otras gratuitas como acercarse a Cape Byron y su faro. El cabo es la punta más al este de Australia y su faro, el más antiguo y potente del país. La caminata transcurre entre playas y bushwalking y son unos seis kilómetros entre ida y vuelta. Además, uno puede encontrarse agradables sorpresas como una brown snake cruzando la calle tan tranquilamente. Yo también lo estaría sabiendo que soy la serpiente más venenosa del mundo. No está mal, ¿eh? Ni que decir que, desde ese momento, cada movimiento que nos sorprendía a Sabrina –una chica italiana que conocí nada mas bajarme del bus en Byron– y a mí se convertía automáticamente en un pequeño susto. Solo eran largartos varios centímetros más grandes de los que estamos acostumbrados a ver por aquí, pero el miedo ya estaba ahí. No hay antídoto para la marrón, es simplemente ‘deadly’ como nos dijo una simpática madre australiana mientras le hacía una foto. Para compensar, el azar también quiso que nos encontráramos con un grupo de unos 20 delfines nadando cerca del cabo. ¡Casi me tiro a nadar con ellos!
Ya he dicho que el hostel de Byron es el mejor de todo el viaje. Y eso creo que contribuyó a hacer que los días fueran todavía mejores. Las habitaciones se organizaban alrededor de un patio con enormes mesas y bancos de madera en los que, no sé muy bien por qué costumbre, la mayorías de personas cenábamos más o menos juntos. Los había que comenzaban a las siete, otros a las ocho y los más tardíos, como yo, a las nueve. Pero ahí seguían todos hasta las 10.30 que apagaban la música y entonces nos desplazábamos 400 metros hasta Woodies, un club en el que teníamos la entrada gratis. Las barbacoas por diez 10 dólares, memorables. Aunque sigo sin probar la carne de cocodrilo, creo que por esta zona no se lleva demasiado.
Celebrar Halloween allí tuvo su gracia. Los había que parecían llevar el traje desde casa. Nosotras hicimos lo que pudimos, pero la fiesta estuvo divertida pese a que en Australia no tienen ni idea de poner buena música en una discoteca. ¡No se puede bailar el chumba chumba a las 11 de la noche!
(Este post se publicó originalmente el 17 de noviembre de 2013 en www.lauretaenruta.wordpress.com)
No Comments