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Marrakech o cómo perderse entre olores y silencio

El silencio lo invade todo, se filtra por cada poro de la piel y te sume en una agradable sensación de tranquilidad que ni el tic-tac constante de los relojes se atreve a romper. El tiempo se para que el viajero disfrute de lo que ve, pero sobre todo de lo que huele. Así es Marrakech, una ciudad de otro tiempo y difícil de definir. Caótica, ruidosa, absorbente… pero también relajante, bipolar y contrapunto perfecto al estrés con el que hoy en día prácticamente vivimos todos los que nos encontramos al otro lado del estrecho. Y es que si algo se tiene que tener claro cuando se pisa esta ciudad es que aquí no existen planes ni prisas que valgan.

Una consigna, por otro lado, que se agradece. Marrakech es una ciudad para vivirla, más que para visitarla. Y hay cosas que ver, pero no llevan mucho más de un día y medio si te organizas bien. Imprescindible visitar la Madraza de Alí IbnYusuf, la más espléndida del norte de Africa, o eso cuentan los lugareños, y una de las construcciones más bellas de la ciudad. Su patio interior con sus arcadas interminables y su piscina no dejan a nadie indiferente. Tampoco los cubículos de apenas dos metros cuadrados donde los estudiantes vivían durante su estancia en esta escuela coránica. A su lado, el Museo de Marrakech es otra buena opción siempre y cuando compres la entrada combinada ya que, más allá de apreciar su arquitectura y decoración, hay poco que ver.

El Palais de la Bahia, con su espectacular patio al aire libre y los miles de azulejos empleados en la decoración de sus estancias, es otro ‘must’ de Marrakech junto a la ya mencionada Madraza y las Tumbas Saadíes, lugar de descanso eterno construido por el sultán Ahmed el-Mansour el-Dahbi y en el que se encuentran cerca de 170 tumbas. Mujeres, concubinas, hijos y familiares se encuentran enterrados en ellas. Personalmente, la entrada me pareció algo cara para lo pequeño del recinto, pero hay que verlo. Aunque yo me quedo, sin duda, con el Jardin Mayorelle. La combinación de colores y el verde intenso de las muchas especies vegetales que allí se encuentran me cautivaron, también es pequeño, no os vayáis a esperar un jardín botánico, pero su belleza merece la pena. Entiendes porque un genio de la moda como Ive Saint-Laurent se enamoró de esta pequeña ciudad y decidió convertirla durante un tiempo en su cuartel general.

Detalle del Jardin Mayorelle

Detalle del Jardin Mayorelle

Pero vistos los cuatro o cinco lugares que toda guía recomienda al viajero, toca disfrutar de una ciudad que nunca duerme. Y eso sí que es imprescindible, como también perderse por las laberínticas callejuelas de su medina con tranquilidad, el único peligro que se corre es el de tener que aguantar a algún que otro pesado que os quiera llevar a su tienda, a la de su hermano o al restaurante de unos amigos. Basta con decirles que no con una sonrisa y continuar vuestro camino. Nosotras éramos dos chicas solas y en ningún momento tuvimos la sensación de peligro o inseguridad. Y que decir de los interminables zocos. Los hay dedicados a todo lo imaginable, bolsos, babuchas, bisutería, figuras decorativas, joyas, cuadros (mis puestos favoritos), dulces… tendrás la sensación de andar en círculos, de pasar mil veces por los mismos rincones, pero no, te aseguro que serán rincones nuevos, descubiertos por casualidad. Aunque, tranquilos, siempre acabas encontrando el modo de regresar a Djemaa el-Fna. Esa inmensa y espectacular plaza que se ha ganado, por méritos propios, ser considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

No miento si digo que nunca había visto algo tan,como definirlo, hipnotizante. De día y de noche, siempre hay gente. Y no solo turistas. De hecho, los foráneos somos los menos. La gente de Marrakech parece vivir en esa plaza que de día parece un mercadillo de frutos secos y zumos de naranja y que de noche se convierte en un gran restaurante ambulante con sus paradas de caracoles y barbacoas. No exagero si en una noche cualquiera pueden darse cita en Djemaa el-Fna más de mil personas. Tatuadoras de henna (cuidado con las que os cogen al margen, timo seguro), ancianos cuentacuentos y encantadores de serpientes. Lo más curioso, sin embargo, no son estos personajes, sino ver como decenas de marroquíes se reúnen a su alrededor para echar la noche. Detalle que convierte todo este espectáculo en más auténtico si cabe puesto que no está destinado a los turistas, simplemente es una más de las tradiciones de un pueblo que merece la pena ser descubierto.

Y la mejor manera de asistir al espectáculo nocturno de esta plaza, además de perderse entre su gente, es saboreando un té a la menta desde alguna de las altas terrazas que rodean Djemaa el-Fna y que ofrecen una visión completa de todo lo que allí sucede. Impresionante. Eso sí, no son recomendables para comer o cenar. Si de contentar al estómago se trata, mejor adentrarse en alguna de las callejuelas de la medina. La comida será mucho más auténtica y merece la pena. Y es que, cómo no, no puede faltar una mención especial a los placeres gastronómicos.

Vistas nocturnas de la plaza Djemaa el-Fna, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco

Vistas nocturnas de la plaza Djemaa el-Fna, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco

El cuscús vegetal, imprescindible. Nada que ver con el que nos ofrecen por aquí. También las ‘pastillas’, pasteles de hojaldre relleno de pollo y almendras y cubiertos con una fina capa de canela…mmmmm! Y sus postres de naranja, lo siento por los valencianos, pero estas sí que son naranjas de verdad! Los tajines y los combinados de ensaladas (entrantes para nosotros) también son recomendables, sobre todo una curiosa mezcla de calabaza y dátiles en puré. Una recomendación, si llegáis a la última noche con 60 euros para gastar, id al restaurante Dar Moha. ESPECTACULAR. Por ese precio (sin vino) os esperará un auténtico festín en una de los restaurantes más de moda y fashion de la ciudad. Su cheff, que hace unos meses ha abierto un Dar Moha en Madrid que también merece la pena, os deleitará con una cocina de autor compuesta por 14 minientrandes, a cual más delicioso, una pastilla, un plato fuerte, fuentes de cuscús, el de la casa con un toque de parmesano es insuperable, y una refrescante ensalada de naranja para concluir. Y todo ello, en un patio típico marroquí y un dúo de músicos amenizando la velada.

Y si Dar Moha lo considero un indispensable, no menos el instalarse en un riad de la medina. Nada de hoteles, una casa típica marroquí, con sus habitaciones distribuidas en dos plantas alrededor del patio interior y con un espléndido desayuno por el mismo precio. Son baratas y tranquilas. De hecho, ahí es donde descubres el silencio del que al inicio hablaba. Tras sus puertas descubres un oasis de paz y tranquilidad nunca visto. Nada rompe la calma que reinan en esas casas, ni tan siquiera las bocinas de las miles de motos que una se encuentra cuando recorre las estrechas calles de la medina. Nada, el más absoluto de los silencios y a escasos cuatro pasos de Djemaa el-Fna. El Riad Quenza fue nuestra base de operaciones. Si alguna vez pensáis ir a Marrakech os lo recomiendo. Está a cinco minutos de la plaza y junto a la plaza de las especias y por apenas 25 euros por persona. Silencio y un olor a canela, azafrán y otras tantas especias que te invitarán a dejarte llevar incluso sabiendo que en tu país los controladores han cerrado el espacio aéreo y han obligado al gobierno a declarar un estado de alarma.

(Este texto fue publicado originalmente el 2 de enero de 2011 en el blog www.lauretaenruta.wordpress.com)

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