La capital de Vietnam se presenta al mundo sumida en constantes cambios que amenazan con esconder los encantos de una ciudad que muchos viajeros han bautizado durante décadas como la París de Asia por su elegancia y sus amplias avenidas arboladas junto al lago Hoan Kiem. Allí, dicen, centenares de veteranos vietnamitas se reúnen para practicar tai chi y demostrar la buena salud de la que gozan en estos países las personas mayores. Nosotras no los pudimos ver en pleno apogeo, pero sí pudimos apreciar la pasión por el deporte de una población que en cualquier rincón y con una simple red organiza partidos de bádminton para mantenerse en forma.
Una buena manera (y curiosa) de contrarrestar el daño que debe suponer el inhalar diariamente el humo de los tubos de escape de miles de motos que son ya la principal amenaza de una ciudad que apenas una década atrás tenía la bici como principal medio de transporte. Pasear por el barrio antiguo y su cuadrícula de callejones llenos de vida supone todo un reto. Aun así, merece la pena y se trata de la ciudad ideal para empezar el descenso hasta Saigón.
Ha Noi fue nuestra primera parada. Al disponer únicamente de doce días nuestra estancia en la capital vietnamita fue corta. Un único día. Nos faltaron ‘must’ como el Mausoleo de Ho Chi Minh, pero eso no nos impidió hacernos una idea del ritmo frenético, pero a la vez relajado de sus habitantes. Los vendedores ambulantes acechan detrás de cada esquina, pero es muy recomendable comprarles por apenas medio euro una generosa ración de fruta. Las piñas enanas son la mejor solución cuando el calor aprieta y el cuerpo empieza a desfallecer. A nosotras, pese a comprarlas a regañadientes tras ver como una vendedora nos colocaba sobre el hombro el típico tronco de bambú en forma de balanza, nos salvaron un día en el que prácticamente nos recorrimos todo el centro antiguo a pie.
Hay que ir con cuidado con la insistencia de unos vendedores que te ofrecen desde fruta a antiguas guías de la ciudad o los últimos modelos de gafas de sol, todos ellos obviamente falsos. Los habitantes de Ha Noi, como del resto del país, hacen literalmente vida en la calle y por tanto resulta imposible evitar que todos ellos intenten vender a los turistas sus productos. Al quinto No, sin embargo, uno se acostumbra. Eso sí, hay que aguantar preguntas como Why not? y unos metros de persecución. En Saigón, por eso, es mucho más exagerada la subasta comercial.
Una vez acostumbrada a la presión vietnamita, solo queda disfrutar de un ir y venir que por mucho que se viva en una gran ciudad como Barcelona no deja de sorprender. Lo mejor, convertirse en uno más de ellos. Valentía a la hora de cruzar la calle (en Ha Noi no se respetan nunca los semáforos) y seguir sus costumbres. Eso implica obligatoriamente, por ejemplo, comer en sus restaurantes. Y con ese ‘sus’ me refiero a los que no están destinados al turismo. Y es que si algo he aprendido en estos dos viajes al continente asiático es que existen dos formas de viajar. La primera, aquella que se limita a hacer fotos de todo lo que uno ve para enseñar a la vuelta de las vacaciones pero sin quitarse la careta de turista y, por tanto, comer en sitios donde los comensales son únicamente extranjeros (por no hablar de los que optan por hamburguesas y pizzas) y aquella en la que lo importante no son tanto las instantáneas, que también, sino las imágenes que quedan grabadas en la retina (me podéis tildar de romántica) y las percepciones sensoriales que un mundo tan diferente al nuestro llega a transmitir. Por eso, y Alba estaba avisada, otro ‘must’ del viaje era el comer siempre que fuera posible en lugares auténticos aunque eso implicara las miradas a la vez raras y curiosas de los vietnamitas que veían como dos chicas europeas se sentaban junto a ellos dispuestas a imitar sus movimientos.
También hubo momentos para el turismo puro y duro. No faltamos a nuestra cita con el Templo de la Literatura que todas las guías marcan como uno de los rincones que hay que ver ya no solo de Hanoi, sino de todo Vietnam. Sinceramente, a ninguna de las dos nos emocionó demasiado. Quizás fue la larga caminata o la falta de sueño, pero no nos impactó en exceso. La excusa de la saturación de templos y pagodas tampoco lo explica pues fue el primero que visitamos. Es bonito, está bien cuidado y las tortugas legendarias de piedra son curiosas, pero nada más. Prefiero el paseo por el lago y el contraste que supone con el caos de las calles colindantes.
Aunque si hubo algo que nos decepcionó fue, sin duda, el espectáculo de marionetas de agua que tanta fama tiene. Si se dispone de un único día es totalmente prescindible. Es cierto que resulta curioso ver como unas marionetas de tamaño superior a la media se desplazan por el agua, pero las historias resultan algo insustanciales. Lo mejor, sin duda, la banda de música que acompaña la representación.
Estos dos pequeños ‘fiascos’, sin embargo, no nos hicieron perder la ilusión por un país lleno de matices y sorprendente. Además, al día siguiente nos esperaba un viaje en autobús y ferry hacia la isla de Cat Ba. Nos aventurábamos a visitar la famosa Bahía de Halong por libre, aunque por la zona menos turística. ¿Fuimos capaces de conseguirlo? La respuesta en próximos post 😉
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