Estos últimos días en la región de Ifugao (Filipinas) disfrutando del frescor de las montañas más verdes que haya visto nunca he redescubierto la importancia de las cosas simples de la vida.
No es que no supiera antes de llegar a Banaue que son esos pequeños momentos casi intrascendentes los que merecen realmente la pena, simplemente me había olvidado un poco. Son de esas lecciones que una olvida con suma facilidad cuando se deja llevar por la vorágine. En mi caso, la de un intenso e inolvidable mes ‘atrapada’ en la magia de Bali.
Necesitaba parar y respirar hondo para asimilar tantas emociones vividas. Una muestra de ello es que nunca había estado tantas semanas sin publicar nada nuevo en La Nomadista. Os pido perdón por haberos tenido algo olvidados. Nunca era el momento de ponerse a escribir. Siempre había algo que hacer o alguna historia que escuchar o una partida de cartas con la que reírse a carcajadas. Tanta intensidad de emociones me dejó sin inspiración ya que andaba cazando ideas al vuelo y aprendiendo de la gente tan interesante que se ha ido cruzando en mi camino. Mi lesión en la mano, además, facilitaba las cosas.
Digamos que me cogí mi particular mes de vacaciones dentro de un viaje que llega a su fin en un par de semanas 11 días. Por lo menos, esta primera parte de aventura. No La Nomadista, que conste. Aquí no cerramos por Navidad.
Enamorada de Filipinas
Filipinas. Aquí empiezo a recuperar la calma que tanto necesitaré cuando aterrice en Barcelona el próximo 18 de diciembre. No será fácil. Pero no merece la pena pensar en ello cuando quedan por delante días por disfrutar en un país que no entraba inicialmente en mis planes. Todavía no sé muy bien en qué momento la idea de salir de Indonesia para entrar al día siguiente con un segundo mes de visado se convirtió en dos semanas y media non stop en Filipinas. Pero me alegro de haber improvisado. De no haber sido por ello no estaría ahora escribiendo desde el paraíso de El Nido sobre uno de los lugares más espectaculares de estos ya casi cinco meses de viaje.
De Filipinas se conocen fundamentalmente sus playas, pero este interminable país es mucho más que eso y una clara muestra es la región de Ifugao en Luzón del norte. No es una zona de fácil acceso o, mejor dicho, de cómodo acceso puesto que se necesitan 10 horas de autocar por carreteras de curvas y baches para llegar a Banaue. Los autobuses, siempre y cuando no tengan pequeñas cucarachas campando a sus anchas –los hay, doy fe de ello- no están mal. Eso sí, se necesita ropa de abrigo para no congelarse. Dos jerséis, un chubasquero y un fular no fueron suficientes.
La incomodidad del viaje, sin embargo, merece la pena. Si no os fiáis de mí, hacedlo de la Unesco declaró las imposibles terrazas de arroz de Ifugao Patrimonio de la Humanidad. Resulta imposible imaginarse como hace más de 2.000 años lograron construir una obra de ingeniera de tal envergadura. Una se queda atrapada ante un paisaje sobrecogedor e inacabable que te traslada a otra época. Las gallinas campan por sus anchas por doquier; las ancianas venden verduras en el mercado y la comida casera a base de pollo y cerdo en adobo son celestiales junto a unas buenas verduras. Y la amabilidad de su gente, de otro mundo.
Un ejemplo, Randy. Su modesta pensión en Banaue es un lugar maravilloso. Muy básico, pero tan acogedor que acabas sintiéndote como en tu casa en un ambiente muy rústico… y barato. Definitivamente, el Randy Brookes Inn es el mejor lugar en Banaue. Difícilmente se encontrará un sitio tan bueno por solo 4 euros por persona y con desayuno. Sus recomendaciones, como el Hagabi Restaurant, además, son sensacionales. Y sus historias.
Banaue es, además, la base perfecta para acercarse al anfiteatro de Batad. Un pequeño poblado en plena colina y rodeado por verticales e imposibles arrozales. Pese a que solo son 16 kilómetros de distancia, se necesita todo un día para visitarlo por lo que muchos optan por hacer noche allí. No fue el caso. Tras una hora en una especie de triciclo-sidecar –el medio de transporte más habitual en Filipinas-, se llega al shuttle point. Desde ahí, dos kilómetros de descenso a pie por una carretera invadida por rocas y vegetación y un tercero de camino de tierra hasta alcanzar Batad.
Pagada la ‘enviromental fee’, el descenso a las terrazas de arroz dura entre unos 30 minutos y una hora. Depende de la ruta que uno elija. Nosotras –Evi, una alemana llamada Lisa y yo-, como no podía ser de otra manera, elegimos sin saberlo la más larga y complicada. Existe la posibilidad de contratar los servicios de un guía local, pero optamos por seguir nuestros instintos claramente erróneos… equilibrios imposibles, minúsculas escaleras de piedra y un calor sofocante fueron nuestros compañeros de viaje hasta el otro lado del valle.
Las vistas fueron espectaculares. A la vuelta, sin embargo, optamos por la ruta más corta y fácil. ¡Qué diferencia! Evi, además, se aventuró a descender hasta unas famosas cascadas que, como era de esperas, no valían tanto la pena según nos contó. Se necesita una media hora más –una hora entre ida y vuelta- y cientos de escalones para alcanzarlas. Demasiado para mi maltrecho pie. Un día antes sufrí una de esas caídas dignas de videos de primera al bajar algo estresada de un autocar. El suelo era irregular, pisé mal y los 20 kilos de mochilas hicieron el resto… Tener el tobillo como una pelota de tenis no era la mejor manera de perderse por la montaña.
Los tres kilómetros de regreso al punto de partida acabaron de destrozarnos. Tanto que a las diez ya estábamos en la cama, aunque tampoco habían muchas más alternativas en un auténtico pueblo de montaña. Cena ligera, un par de panes de coco –en tres días fácilmente llegamos a comprar 40 entre dos- y a descansar. Al día siguiente nos esperaba otro intenso día. Esta vez, en Sagada.
De ataúdes y silencio
La gente acude a Sagada por sus famosos Hanging Coffins, vamos, ataúdes colgados en la montaña. Solo visitamos los 8 o 10 que permanecen colgados en el Echo Valley. Y, entre los 100 pesos que tuvimos que pagar sí o sí por un guía local y lo corto del trayecto, acabamos algo decepcionadas. Hay muchos más en las cuevas que quedan al otro lado del pueblo, pero entre el cansacio y el pie no las visité. Aun así, el pueblo en si valió la pena por las vistas del Treasure Rock Inn. Un lugar también sencillo y barato, pero que te permitía levantarte con unas vistas espectaculares de las montañas y los pinos de la zona. El silencio lo invadía todo y, a veces, no se necesita nada más que una taza de café, un buen libro y aire puro para sentirse realmente feliz. La mejor pancake de plátano de la historia puso la guinda a tres días de naturaleza sobrecogedora, sueño reparador y felicidad calmada.
La vuelta a Manila se complicó por segundos con el tema de las cucarachas y un email en el que Air Asia nos comunicaba que nuestro vuelo a Puerto Princesa había sido retrasado por el viento. De las 17 de la tarde pasaba a las 5 de la mañana del día siguiente. Estábamos tiradas en una ciudad en la que no nos apetecía pasar más tiempo, pero la fortuna o el karma quiso alinearse con nosotras. Nada más bajarnos del autocar a eso de las seis de la mañana nos dirigimos al aeropuerto para pedir si podían meternos en otro vuelo. Y lo logramos. Los dos últimos asientos del vuelo de las 10 de la mañana fueron para nosotras y así, emocionadas de la vida, volamos hasta Palawan. Lugar en el que ya os aviso que pienso quedarme hasta mi vuelo a Bali. Los últimos días los reservo para una isla de la que todavía tengo todo por contar.
Datos útiles:
- Los autobuses Manila-Banaue salen de la zona de Sampalok. Cuestan entre 450 y 530 pesos – unos 10 euros aproximadamente-. Tras la caótica experiencia con Florida, mi recomendación es viajar con Ohayami.
- Broke’s inn es la mejor opción para quedarse en Banaue. Dejad que Randy os ayude a organizar vuestros días en la región y dedicarle, por lo menos, 5 días. Merece la pena recorrer los pueblos que rodean a Banaue y explorar Sagada con tiempo.
- Un triciclo a Batad en viaje de ida y vuelta -el conductor te espera todo el día en el punto de encuentro- cuesta 1.000 pesos. Unos 20 euros al cambio. Por viaje, no por persona.
- Hagabi es el mejor restaurante de comida local de Banaue. Probad su delicioso pollo en adobo.
- Pan de coco y rollos de coco fresco, el mejor postre de Banaue. Los encontraréis en las dos panaderías que hay en la calle del Hagabi.
- En Sagada, dormid en el Treasure Rock Inn. Son 12 euros la habitación doble -600 pesos- con desayuno. Está algo apartado del núcleo urbano, pero la tranquilidad que se respira no tiene precio.
2 Comments
Enza
14 enero, 2016 at 0:56Descubrí tu blog por casualidad y me quedé enganchada, me gustan muchos tu relatos. Mucha suerte!
Laura R.
14 enero, 2016 at 11:11¡Muchas gracias por tus bonitas palabras, Enza! Me hace feliz saber que te gusta lo que escribo 🙂