Sri Lanka ha sido un viaje tan al revés de lo que esperaba que empiezo por el final. No se me ocurre mejor manera de hacerlo que escribiendo desde Barcelona. Hace justo 48 horas que llegué a casa, el jetlag todavía se niega a abandonarme y se encarga de decírmelo despertándome a las 4 de la mañana. Soñar con no poder abandonar Sri Lanka y las bombas ya son cosa de mi cabeza. Supongo que es su manera de acabar de digerir un viaje que casi me atrevería a definir como el más intenso de cuantos he hecho.
Mentalmente, claro.
No han sido 25 días como tenía previsto, sino 17. El segundo más corto tras los 13 días en Vietnam en 2011. ¡Pero qué dos semanitas! A veces, las cosas no salen como una espera, especialmente si en ellas ponemos demasiadas expectativas y eso ha sido lo que me ha pasado con Sri Lanka. Primera lección aprendida: ni las personas, ni las cosas ni los viajes te salvan o te reencuentran con una misma.
Este viaje pretendía hacer lo segundo con mi parte más viajera o, mejor dicho, con la parte de mí misma que pensaba que era mi mejor versión. Independiente, segura, con confianza plena en mis decisiones, con las cosas claras y una dirección profesional/vital que había dejado aparcada por mil historias cuando regresé de mi gran viaje por Asia. Me pasé de objetivos. Solo era un viaje.
De hecho, era la primera vez que me disponía a viajar con esa necesidad vital de reencontrarme. Nunca antes lo había hecho por ese motivo. Segunda lección aprendida: Imposible recuperar la inocencia del viajar si se hace desde la necesidad. No es que estuviera mal. Todo lo contrario. Por primera vez desde mi regreso ya hace tres años -soy lenta, que le vamos a hacer- me sentía fuerte para irme, de nuevo, a la aventura. Mi primer libro estaba prácticamente terminado y necesitaba volver a mi espacio. Tener un momento solo para mí, sin interferencias. Tenía mis miedos, sobre los que ya escribí antes de irme aquí, pero pensé que eran miedos de esos escénicos por la inactividad nomadista de los últimos tiempos. Nada más llegar los sentí como nunca.
Fue algo de piel, de sensación inesperada. Simplemente, lo sentí. No estaba en Sri Lanka para reencontrarme con aquella Laura a la que inconscientemente una parte de mí seguía aferrada. Estaba allí para despedirme de ella. Los recuerdos de todos los viajes empezaron a inundar mi mente. Venía sin avisar. Cualquier detalle de mis primeros días en Anuradhapura y Polonnaruwa me llevaban a ellos. Eso me confirmó que no iba a ser un viaje tranquilo. Los dos primeros días lo llevé bien. Diría que con cierta serenidad. Escribiendo mucho sobre ello en mi diario de viaje. Al tercero, la cosa ya se torció y empezó el drama.
No quería viajar sola. De hecho, no quería ni tan siquiera estar en Sri Lanka. Cualquier problema o inconveniente viajero que antes solucionaba sin más, con calma y fluyendo, se convertía en una montaña. En el Everest de los problemas. No solo no me estaba reencontrando con mi mejor versión -o la que yo consideraba mi mejor versión-, sino que todo lo que menos me gustaba de mí misma estaba saliendo a la luz. Para más inri, había ido a parar al culo del mundo en mis primeros días de viaje. Nada ayudaba, aunque estoy convencida de que nada de todo aquello fue casual. Todas esas sensaciones supusieron un gran revolcón interior. No estaba preparada para aquello.
No sé, descubrí que aquello que creía que me definía ya no existía, que aquella Laura a la que anhelaba volver por cómo me hacía sentir ya era algo del pasado, que había evolucionado y que, precisamente, mantenerme aferrada a aquella idea era lo que hacia que en todo este tiempo nunca hubiera acabado de estar del todo a gusto conmigo misma. Las comparaciones siempre me salía a deber como en la declaración de renta. Por eso estaba allí, en Sri Lanka. Dispuesta a recuperar aquella esencia y aquellas ideas que tenía cuando decidí dejar el trabajo y viajar. No contaba con no encontrarlas.
Seguí bloqueada los primeros días de viaje con mi hermano. Disfrutaba de las excursiones, pero me estresaba mucho si el lugar escogido para dormir resultaba ser un antro como en Nuwara Eliya, por el dinero de más que estaba gastando… e incluso se me caían las lagrimas sin motivo aparente. Pensar en quedarme diez días sola tras la marcha de mi hermano se me hacía un mundo. De hecho, la tercera noche ya miré por primera vez vuelos de vuelta a casa. No podía dormir. Tenía insomnio, el calor era sofocante y podía escuchar como una cucaracha merodeaba por mi habitación. Desestimé la idea, pero al cabo de unos días acabé por asumir que eso era lo que quería hacer: volver antes de lo previsto.
Me sentía fracasada. ¿Cómo alguien que ha viajado tanto y durante tanto tiempo seguido no soporta la idea de estar 10 días sola, 25 de viaje? Mi hermano, mis padres y Julián me hicieron ver que no pasaba nada, que lo valiente no era quedarse allí a toda costa, sino aceptar que las cosas cambian y volver. Y, la verdad, me empecé a relajar cuando compré el billete de vuelta un día después del regreso de mi hermano. Se acabaron las lágrimas descontroladas, la vergüenza de decir que volvía antes -no era más que mi propia manera de juzgarme- tardaron un par de días más en desaparecer.
Empecé a soltar lastre y me relajé. Volví a sentirme ligera viajando más allá de que Sri Lanka no me acabara de convencer como viaje, pero eso ya es otro tema. Tercera lección aprendida: todo en esta vida tiene su tiempo y su momento. La cuarta, por darle un número, fue que nada ni nadie te puede hacer sentir o ser como no eres. Si yo me sentía libre, segura, ligera y valiente viajando sola era porque una parte de todo eso ya venía de serie. Viajar sola me proporcionó una vía para sentirlo, pero no me hizo así. Así que me di cuenta de que no tenía excusa para no ser mi mejor versión en Barcelona. También acepté que no soy menos independiente por sentir que ahora mismo lo que más me apetece es compartir experiencias. Con mi pareja, sí, pero también con mi hermano o con amigos. Compartir, sin más.
Mi momento vital es muy diferente al de cuando viaja sola, cierto. Pero nunca sentí que mis ganas de volver y de no viajar sola fuesen algo sentimental. No era un echar de menos. Reconozco que eso me tranquilizó, aunque después entendí que tampoco habría habido nada de malo en que fuera por eso. Aceptación. Dejar de juzgarme por lo que era o podría haber sido. Solo por eso, el viaje ya ha merecido la pena. Habría preferido menos intensidad y dolores de cabeza, pero sin Sri Lanka no sé si habría llegado a darme cuenta de que una parte de mí seguía todavía en el pasado. Y, mucho menos, ponerle solución.
Luego llegaron las bombas en Colombo justo el día antes de ir para esa ciudad, el toque de queda y la incomunicación. Curiosamente, viví todo eso con la serenidad con la que en el pasado había afrontado otros problemas como el accidente de coche en Costa Rica o mis cuatro días de visitas diarias al hospital en Bali por una bacteria. Estaba preocupada, por supuesto, pero no perdí los nervios y me relajé. No podía hacer otra cosa que seguir las noticias, pasear, leer y escribir en Galle. Eso sí, no sabéis lo que he llegado a agradecer que mi piel, mi sexto sentido, me avisara tan pronto de que Sri Lanka no era el viaje que esperaba. Ni de la valentía de comprar un billete de vuelta para el día 23 de abril y regresar antes de lo previsto. Eso me ha permitido dejar el país dos días después de los atentados sin sobrecostes ni complicaciones como cierres temporales del aeropuerto internacional. Hablando con la gente de Galle tengo la sensación de que no pinta muy bien la situación para el país.
Estoy en casa, aunque sigo revisando a cada rato lo que sucede en Sri Lanka. También asimilando el viaje interior que allí se produjo en paralelo a los templos, trekkings, plantaciones de té y playas. Cerrando una etapa personal maravillosa que siempre me acompañará. De manera tranquila y relajada, sabiendo que ahora me apetece viajar de otra manera y que también puedo escribir sobre ello. Y, sobre todo, sabiendo que nada de esto elimina lo anterior y que viajar sola siempre será una opción. Pero no una obligación como, en cierta manera, lo había convertido.
Sri Lanka ha sido un viaje de auténtico descubrimiento personal. Espero haber sido capaz de transmitir ni que sea un poco de ello. Viajar es movimiento, es cambio y, sin duda, la Lágrima del Índico, ha sido todo eso. No en el sentido que tenía previsto, pero sí en el que necesitaba. Paradojas de la vida, creo que he vuelto más nomadista de lo que me fui. Pero eso ya es tema para otro post. Prometo no hacerlo tan intenso como este primero.
¡Feliz viernes!
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