Vaya por delante que este no es un post al uso. No os voy a hablar ni de lugares que deben visitarse ni de consejos nomadistas para sobrevivir al monzón, los aeropuertos o los viajes en autobús. Estos últimos llegarán en cuanto logre hacer las paces con la edición de vídeos, lo prometo.
¿Y de qué va este post que tampoco es uno de esos repletos de reflexiones vitales? Pues este post va sobre uno de los lugares más especiales en los que me he alojado en mi vida. Aunque también os podría decir que va sobre cómo los sueños pueden empezar a hacerse realidad si una persiste y no pierde ni la ilusión ni la confianza. O incluso reconocer que simplemente es un post en el que presumir del lujo extremo que supone dormir dos noches en un hotel que fue considerado por Condé Nast Traveler como uno de los 101 mejores del planeta. Ahí es nada. Pero como no soy muy de imponer criterios ya decidiréis vosotros mismos al final del texto, ¿os parece? ¡Espero vuestros comentarios!
Os sitúo. Langkawi, una pequeña isla al norte de Malasia y una localidad, Pantai Cenang, que vendría a ser como nuestro Salou o Benidorm. Restaurantes y supermercados por todos lados y una playa, bonita, pero excesivamente turística. Y un oasis de nombre Temple Tree a tan solo cinco minutos en coche. En realidad habría que decir dos oasis en vez de uno puesto que el complejo lo forman dos resorts diferentes, pero que comparten dirección: Temple Tree y Bon Ton. Juntos, aunque no revueltos representan otra manera de entender el lujo.
Aquí no hay botones de punta en blanco ni recargados halls, pero sí un gusto exquisito y la obsesión por conservar la tradición y cultura malaya a través de su arquitectura. Concretamente, a través de sus casas. El Temple Tree es un conjunto de 9 casas de entre 70 y 110 años de antigüedad trasladadas una a una desde diferentes partes del país y conservadas tal cual. A nosotras -Vero y yo- nos reservaron la planta de arriba de la casa colonial. ¡Y qué casa! Suelos de madera de la que cruje al pisarla y muebles y antigüedades dispuestas en un amplio comedor/sala de estar, dos habitaciones y un pasillo con una protagonista indiscutible:
Reconozco que enloquecimos considerablemente, en el buen sentido de la palabra, y la sesión fotográfica duró lo suyo. Todo aquel espacio nos superaba y cierta vergüenza se apoderó de nosotras cuando los trabajadores insistieron en sacar del coche nuestras mochilas. Así que, disfrutado el baño, sacudimos nuestras mejores galas (por las arrugas) para cenar en el restaurante del Bon Ton. No exagero, lo juro, pero casi lloro con un simple puré de patata y un trozo de pescado a la plancha! Los viajes, que lo magnifican todo. Rico, rico, aunque debo reconocer que algo caro si lo comparamos con la media que estábamos acostumbradas a pagar por una cena y excesivo por la cantidad que sirven. Eso y el débil e inconstante wifi son los principales contras del lugar, aunque incluso la lentitud de la conexión pasa a un segundo plano allí. ¡Quién quiere internet teniendo a tu entera disposición un espacio tan aislado, relajado… y esta piscina!
Hasta la lluvia, que hizo acto de presencia justo cuando decidimos darnos un chapuzón, es bienvenida en el Temple Tree. Y sus gatos. Campan a sus anchas por todo el recinto y, a veces, hasta intentan hacerte compañía en la habitación. Algunos son más traviesos que otros, pero en general son muy dóciles y agradecidos. Simplemente buscan algo de cariño ya que se trata de animales abandonados que la propietaria del Temple Tree y del Bon Ton, Narelle McMurtrie, acoge en el refugio situado a escasos 300 metros. Son más de 200 los animales que allí viven esperando ser adoptados, pero solo algunos viven en libertad. Si no se es muy amigo de los animales puede ser un problema el alojarse allí, pero salvo que sea cuestión de fobia o miedo, pasan desapercibidos y contribuyen a la atmósfera tan bohemia y única que allí se respira.
Existe la opción de contribuir a la causa animal como voluntaria trabajando en el refugio o simplemente echando una mano a los cuidadores paseando a algunos de los perros que viven allí. Son tantos que resulta imposible poder pasear a todos si no hay ayuda externa. Verónica aprovechó nuestra primera mañana allí para hacer buenas migas con algunos de ellos. A mí me pareció una gran iniciativa la de la Langkawi Animal Shelter and Sanctuary Fundation y una manera de darle ese toque diferente a un lugar ya de por si especial, no sé que pensáis vosotros.
No es la única actividad que puede hacerse en este oasis que convierte la prioridad de descubrir la isla en secundaria. ¿Para qué salir de allí? Yo no lo habría hecho, pero la mala consciencia me pudo y acabamos por contratar una excursión de medio día por tres de las muchas pequeñas islas que rodean Langkawi. Salen unos dos euros más caras que si las contratas en Pantai Cenang, pero te aseguras que te vengan a recoger al hotel. Las noches las dedicamos a ver películas ya que había servicio de DVD gratuito y la enorme cama de mi habitación -teníamos dos, una con cama doble y otra con dos camas- invitaba a simplemente tumbarse y relajarse. Faltaban las palomitas. Un delicioso pastel de zanahoria hizo de substituto la segunda noche. Era parte del desayuno que cada anochecer te dejaban en la nevera de la estancia por si se prefería desayunar sin tener que salir de la casa.
Tostadas, mermelada y miel casera, fruta, café, diferentes tipos de té, leche fresca y pastelitos… ¡no había excusa para no empezar con energía el día! Días de marquesas que pasaron demasiado rápido en un lugar extraordinario. ¡Me lo habría llevado todo! ¡Decoración digna de las mejores revistas del gremio! No fue posible, creo que no habría resultado fácil camuflar los costureros o los jarrones chinos y, mucho menos, cargar con ellos durante tres meses. Pero sí cogí alguna idea para decorar mi futura casa confiando en que en IKEA haya copias algo más económicas que las auténticas. Y, como no, me compré una lámina en la tienda de arte que tienen junto al restaurante. Una más para la colección… y ya he perdido la cuenta.
No todo el mundo está tocado por ese gusto exquisito por la decoración y creedme, en el Temple Tree nada estaba dejado al azar ni nada desentona. Me sentía como si realmente estuviera viviendo en una de esas casas coloniales que tan bien narra George Orwell en ‘Los días de Birmanía’, libro que no logró terminar entre tanto ir para arriba y para abajo.
Lo sé, la pregunta del millón, y nunca mejor dicho, es ¿cuánto cuesta un lujo como ese? No os voy a engañar, es caro, pero no prohibitivo. Las estancias más económicas, porque son más que simples habitaciones, cuestan 185 euros con desayuno incluido. Aunque en temporada baja -y ahora lo es salvo días contados como el de la Independencia- siempre es fácil obtener descuentos en todos los alojamientos de la zona. Las más caras, entre las que está nuestra planta completa de la Colonial House, unos 350 euros por noche. Aquí os dejo el link de la página por si alguien quiere darse un homenaje en esta remota isla malaya.
Revisando las fotos y las anotaciones que tomé esos días me doy cuenta de que el lujo del Temple Tree está en el tiempo, en el tiempo que pasa de manera relajada rodeado de una belleza bonita. Sin más y así de redundante. Y eso es algo que no siempre sabemos disfrutar en estos tiempos de bullicio y prisas.
Entre nosotros, estoy acostumbrada a viajar con presupuestos ajustados y, de hecho, no necesito el lujo a la hora de viajar, pero no me importa tenerlo si es de ese tipo. No se trata de lujo por lujo. Se trata de sentir y respirar excepcionalidad y sonreír al ver cómo poco a poco llegan recompensas. La Nomadista también es provocar que sucedan cosas excepcionales en la vida.
PD: El lujo, no obstante, también es que te obsequien antes de la cena con un cóctel tan inédito como delicioso. Chili Vodka, ron, fresa, azúcar y albahaca son los ingredientes del Burning Desire. Si os portáis bien, igual un día comparto con vosotros la receta.
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El futuro marido de PJ Harvey aunque ella no lo sepa aún...
26 septiembre, 2015 at 0:40Collons! Qué pinta todo! Se respira la calma a través de las fotos. Bueno, menos en ese cocktail que tiene un nombre que no incita precisamente a la calma, sino más bien a lo mismo con una L de menos…